BRUSELAS
(y 2), CAPITAL DE DOS EUROPAS
Éramos
dos más entre el gentío que paseaba las inmediaciones de la Grand Place. En una
calle peatonal, vi que se nos acercaba una señora muy mayor, con trazas de
haber sido zarandeada por la vida. Al allegársenos, extendió una mano pedigüeña
y musitó unas palabras que no necesité entender, o que entendí aunque no
dominara su lengua, e hice lo que pensé que debía, y después correspondí a su
sonrisa con la mía.
Pero no bien había andado tres pasos cuando
de entre la multitud salió otra anciana, que se auxiliaba de un bastón y
dirigía una mirada implorante a los viandantes. Y poco después nos aguardaba
una más, y más luego. Viéndolas, costaba poco ponerse en su lugar y sentir un
estremecimiento que no era solo de frío. Me parecía obvio que al padecimiento
físico sumaban las presiones, quizás los malos tratos, y seguro que el despojo
de cuanto obtenían, por parte de algún grupo mafioso que las obligaría a
mendigar.
El final de una vida forjada a base de
duelos y quebrantos no se merece algo así. Más que una limosna, necesitan esas
mujeres, y todos necesitamos que la tengan, una residencia que las cobije, y
palabras de cariño y caricias que las consuelen de los males de la edad y de
los que han sufrido para llegar hasta aquí.
Más tarde, visitamos la catedral. Al salir,
un cámara de televisión filmaba a una periodista, que preguntaba a algunas
personas, imaginamos que por su sentir ante el fallecimiento de la exreina
Fabiola, acaecido aquellos días. Hacía tanto frío que debía de costarles mucho
que alguien se detuviese. A su alrededor, únicamente permanecían quietos varios
indigentes ateridos, que se defendían de las bajas temperaturas temblando,
abrazados a sí mismos o con movimientos espasmódicos. Recuerdo que uno se mostraba tan inánime como si se anticipase a su propia muerte.
Estábamos en la capital de la Unión Europea.
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