miércoles, 25 de febrero de 2015



IMPRESIONES DE DONDE LA TIERRA ACABA

Eso significa Finisterre, el gallego Fisterra, fin de la tierra, y aun hoy, cuando ya sabemos que no lo es, que muchas millas más allá otro continente aguarda al viajero,  resulta fácil comprender a quienes, antes de que Colón los desengañase, entendieron que, llegados aquí, habían alcanzado el extremo del mundo.
   Menudo vértigo debía de entrarles, cuando todavía hoy lo experimentamos nosotros. Parecería que estuviéramos suspendidos en el aire, por más suelo que pisemos. En torno, se arremolina un viento de invierno, que hace de cada uno de nuestros desplazamientos un amago de vuelo. A vista de pájaro, como solo nos es dado contemplarlo, el Atlántico, que late muy abajo, se despliega en una infinitud sin medida, a la que ningún horizonte le pone término.
   Empingorotados en lo alto del acantilado, no somos nada, entre un mar sin lisura, que es todo él un sucederse de olas grandísimas, y un cielo cenagoso, oscurecido de nubes. En nuestros oídos compiten el bramido del océano y el grito continuo del vendaval, y no sabría a ciencia cierta decir cuál vence.
   Un faro y la casa del farero, que se le adosa, humanizan algo el paisaje, casi asomados al abismo. Sin duda porque aún es de día, no hay guiños de luz que desde lo alto de la torre guíen a navegantes en la noche. Recuerdo que estamos en A costa da morte (La costa de la muerte) y no puedo evitar un estremecimiento, que en esta ocasión no es de frío, aunque lo haga.   

    Al abrigo de unos peñascos, humea el rescoldo de una hoguera. Nadie la ha encendido para calentarse. Es la huella que dejan quienes, sin dar término a su peregrinaje en Santiago de Compostela, prolongan hasta Fisterra su andadura y queman entre los riscos su impedimenta...

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