EN
EL ALTO TAJO (y 2)
Eran las últimas horas
de una tarde de abril. Aún no se había venido la noche, pero tampoco podía
decirse cabalmente que fuera de día. Habíamos detenido el coche en una
carretera secundaria, estrecha y
agujereada, que no acabábamos de creer que condujera a ninguna parte, y
que, sin embargo, debía llevarnos al pueblo montano de Zaorejas, en Guadalajara.
En torno se sucedían llanos y cerros, ralos herbazales y arbustos, encinas y
pinares. Fue al levantar los ojos del mapa que consultábamos cuando tropezamos
en la distancia, que no era mucha, con un ciervo, que no se diferenciaba apenas
de un caballo por su alzada, tan grande era. Atravesó con pereza la calzada y
cuando, ya ido, nos hacíamos cruces a costa de su envergadura y de nuestra
fortuna, volvió sobre sus pasos y aún se estuvo un instante quieto, como si posara, antes de
perderse definitivamente en el campo. Dimos por bueno nuestro posible extravío
y pensamos que aventura que tan bien comenzaba no podía acabar en mal final. Creíamos
haber sido testigos de un milagro y no sabíamos que aquel hallazgo no sería
sino una ínfima muestra de lo que estaba por venir. En pocos kilómetros, más de
cincuenta ejemplares comparecieron ante nuestra atónita mirada. Al principio,
si íbamos despacio era por no asustar a individuos esquivos que pudieran
huirnos. Luego, ya, temerosos de no atropellarlos, pues fueron muchas las
ocasiones en que aparecían en el asfalto, tan dedicados a lamerlo que ni nos
veían venir hasta que estábamos casi encima. Eran grupos de tres o cuatro, pero
no faltó una manada de una treintena, que pastaba en los aledaños de una
cuneta. Y, para mayor contento nuestro, prácticamente entre sus patas,
vislumbramos cómo correteaban perdices… La naturaleza se transmutaba a cada paso
en espectáculo. Nada tiene de extraño que perdiéramos la prisa por llegar a
Zaorejas, que no parece estar de más en este apartamiento del mundo. De sus
casas y casonas de piedra salía el silencio; en sus calles empedradas imperaba
la soledad, como en las placitas que, no obstante, llamaban al encuentro. Y el
hostal que nos alojó en nada desentonaba de aquella paz amable. Esa noche, soñé
que era feliz y, como si formara parte del sueño, continué siéndolo una vez despierto. Y
es que a aquel paraje de ensueño ni siquiera le faltaban miradores desde los
que, en los límites del pueblo, asomarse desde la altura al infinito, ni los
restos de un acueducto que los romanos levantaron hace ya dos milenios…
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