REFUGIADOS
En
nada apetecía yo abandonar el amparo que me ofrecía mi casa a media mañana del
pasado sábado, 27 de febrero. Tras los cristales, el invierno se esforzaba por
recuperar el tiempo perdido: llegaba tarde, pero venía crecido, como si su
retraso le acrecentara la furia.
Fuera, zoaba el viento, y se volvía visible
en la danza alocada que emprendían a su paso ramas de árboles todavía desnudos.
Con el concurso del vendaval, la lluvia, racheada, azotaba todo lo que se le
pusiera por delante. El día mostraba el color acerado del frío y, al otro lado
de la bahía de Santander, las cimas de las montañas blanqueaban de nieve.
Como decía, me costó salir a la calle, por
más que calzara botas de monte y me abrigara como para disuadir al aterimiento
o la tiritera de que me asaltaran. Curiosamente, a la postre fue esa misma
inclemencia la que me animó a dejar la confortabilidad de mi sillón de orejas,
para ir al encuentro de la manifestación que reclamaba un tránsito seguro para
quienes se vienen a Europa en busca de refugio. Los duelos y quebrantos con que
me amenazaba el temporal se quedaban cortísimos ante los padecimientos de esos centenares de miles de
exiliados, pero me los hacían sentir no sólo en el alma, en el cuerpo también,
con extremada plasticidad.
A la misma hora en que nos manifestábamos, muchos
hombres, mujeres, niños y ancianos ponían sus vidas en manos de bandas de
desalmados que los subían a inseguras embarcaciones. A esas mafias se los entrega
Europa, ella misma facilita que existan, al negarles a los migrantes el auxilio
que requiere su desasestimiento. Y luego llora con lágrimas de cocodrilo las
muertes, que no debieran ocurrir porque justamente estas gentes huían de la
muerte cuando se pusieron en camino.
Matan las bombas, el fanatismo y la guerra en
Siria, Irak o Afganistán; en nuestras costas o en nuestras fronteras, donde se
levantan vallas o se apalea a los desesperados, la falta de humanidad.
Hay estremecimientos peores que los
provocados por el frío, temblores que no remedian abrigos hechos sólo de tela. Que exigen que se haga sentir el calor de la solidaridad. De nuestra solidaridad,
Tienes razón José Manuel, la falta de humanidad también mata, a la larga, es lo que mata unas veces con armas y otras con indiferencia. Te admiro por haberte atrevido a salir porque yo, tras las ventanas de mi salón, fui consciente del tiempo tan desapacible que hacía (por decirlo suavemente)
ResponderEliminarUn abrazo.