TERRORISTAS SUICIDAS
La
fotografía está tomada en el aeropuerto de Bruselas, por una cámara de
seguridad. Faltaba sólo un momento para que el aire se llenase de humo y de
olor a explosivos, de gritos y lágrimas, y el suelo enrojeciese de sangre.
Destacados con nitidez en el centro de la
imagen, tres hombres empujan sendos carritos, con maletas. Parecen viajeros que
se dirigieran a una ventanilla donde facturar su equipaje. Pero son los únicos
que saben que van a morir, de las muchas personas entre las que se abren camino
y a quienes se disponen a matar.
Cada paso que dan los acerca al desenlace
fatal. ¿Habrán ingerido alguna sustancia que actúe como vacuna contra el
pánico, o será tan sólo el fanatismo lo que anule su instinto de supervivencia? Tal vez
sus ojos no vean ya sino el paraíso que les prometen sus guías más allá de este mundo.
Mirándolos, me pregunto cómo habrá
transcurrido esta última noche para ellos, si habrán dormido, así sea malamente.
Aunque más bien los supongo en vigilia, centrados en la siniestra tarea de
poner a punto las bombas que detonarán en medio de la multitud, o partícipes de
alguna ceremonia de rezos y cánticos.
¿Desayunarían esta mañana, se habrán aseado,
saludaron a algún vecino en la escalera? En el taxi que tomaron quizás evitaron
toda conversación, pero en sus mentes no pudo hacerse la nada. ¿Cómo ocuparon
ese discurrir? ¿Borraron de sus cabezas la mañana, la tarde, que iban a seguir
siendo, ya sin ellos? ¿Pensaron, siquiera un instante, en sus víctimas? ¿Se les
apareció la estampa de sus madres, de sus padres desolados? Me cuesta
imaginarlos pagando la carrera, guardándose la vuelta, diciendo adiós al chófer,
como si nada fuera a ocurrir. Es difícil encajar en la rutina cualesquiera de
sus actos.
En la terminal, se les ve serios, pero sin
que nada revele en sus rostros el terrible propósito que los guía. Tal vez
esquiven a algún pasajero que les estorba el paso o se les viene
inadvertidamente encima, quizás, incluso, se hayan disculpado por un roce o un
amago de choque.
¿Se habrán acelerado sus pulsos según se les
iba acabando el tiempo? Aunque a mí me interesaría más saber si sus ojos se han
cruzado con otros ojos. Ojos ajenos, soñolientos por lo temprano de la hora, o
ilusionados ante el inicio del viaje soñado, o felices por el reencuentro que
esperan disfrutar con seres queridos. ¿Habrán sido capaces de sostener esas
miradas, que se disponían a cegar?
Unos
segundos separaron aún la vida de la muerte. Todavía podía haber habido un remoto resquicio para la esperanza, en
tanto, si no el miedo a la propia destrucción, sí fueran la cordura o la conciencia
del mal, quizás la sonrisa de un niño, lo que los parara y evitara una secuencia de existencias rotas y
cuerpos desmembrados.
Pero
eso es soñar, que, finalmente, el estallido cogió a todos por sorpresa, salvo a
ellos mismos, y todo saltó por los aires.
Nadie
los aguardaba en ningún paraíso. Sólo en la memoria universal de los horrores
tienen sitio reservado, para siempre.
Post scríptum. A uno de los terroristas no le explotó la bomba. Huyó y fue detenido días después.
Pienso que entre los agentes del terrorismo hay tres niveles: el de los que mandan, para quienes lo que impera es el cálculo y jamás arriesgan su vida; el de los sicarios, que cobran por su trabajo e intentan matar sin morir, y el que mencionas, el de los fanáticos, que van a matar y a morir entregados a su delirio.
ResponderEliminarPara el fanático, no existen los humanos: son solo objetos de su odio, cosas para destrozar. Deshumaniza a las otras personas del mismo modo que se ha deshumanizado a sí mismo, convertido en máquina de matar, ya no persona.
Sus ojos están ciegos, ya no hay seres queridos, ya no hay seres.
Lo has descrito muy bien, Juan Manuel. Leyendo tu texto, me he estremecido.
Gracias, Carmen, por tus reflexiones.
ResponderEliminarA mí me resulta imposible meterme en las mentes de estos suicidas. Parecen robots, programados para matar y autodestruirse, da igual que sea en medio de un aeropuerto, en un mercado o un parque infantil. En Oriente o en Occidente. Como si en sus cerebros les hubieran incrustado un chip que anulase sus capacidades para la empatía o la compasión.
Como bien dices, cosifican a los demás y a sí mismos se cosifican también...