SARDINAS RELLENAS
¡El poder evocador de las
palabras...!
La sola mención a las sardinas rellenas me transporta, en un viaje a
través del tiempo, hasta un prado muy verde donde despuntaba algún árbol y se
erguía un chamizo de paredes blancas. En su interior albergaba un batiburrillo
de enseres que, un algo destartalados, aguardaban la ocasión de volver a ser
útiles.
Allí estaban las cortinas viejas
de que se servía mi padre, si era domingo y hacía bueno, para armar una
techumbre a modo de parasol cuya sombra nos resguardaría mientras comíamos.
Todavía me parece verlo, afanado en atar los extremos de la tela a la rama de
un ciruelo, o a un palo robusto que ejercía de poste.
Del caseto salían también sillas y banquetas, que recuerdo variopintas, pues
ninguna era igual a otra, ni parecida siquiera. Las disponíamos en torno a unos
tablones de madera, que se sostenían sobre unos pivotes de cemento y ya
teníamos mesa, rudimentaria y comunal.
La familia era numerosa –somos ocho hermanos, alguno ya por entonces con
pareja- y la algazara, general.
Este era mi restaurante de 5 estrellas. Me acuerdo de que divisábamos el
mar lejano y que cogíamos la fruta del árbol. De los gorjeos de los mirlos y de
cómo la hierba atenuaba el sonido de una piña al chocar contra el suelo. Y de
las sardinas rellenas, sin las que nada hubiera sido lo mismo.
Todo había empezado el día anterior, en una plaza de abastos de A Coruña.
En aquella fase inicial, nos jugábamos el todo por el todo. Era la hora de
encomendarnos a la experiencia de mi madre. Conocía bien los puestos mejor
abastecidos y donde ponía la vista saltaba la sardina más fresca y de mayor
tamaño. Con tan preciado botín, llegaba a casa.
Desconozco de dónde sacaría la receta mi padre, supongo que de mi
abuela. En todo caso, fue de él de quien yo la obtuve.
Lo primero que hacía era descabezarlas y abrirlas en canal. Les quitaba entonces las espinas, que
nada pintan en este plato, salvo el sobresalto de un pinchazo para quien las
coma.
En una sartén, doraba cebolla muy picada, que rehogaba con el añadido de
trocitos de jamón. Aparte, en un cuenco, remojaba miga de pan en
leche, que luego escurría. Enseguida lo mezclaba todo y añadía algo de perejil. Encima, cascaba un huevo y revolviendo obtenía una masa consistente.
Rellenadas las sardinas con esa pasta, las cerraba en forma de libro, las rebozaba en harina
y las iba friendo en aceite bien caliente, cuidando de que fuera primero por el lado por donde las había abierto.
Para que se les fuera la grasa,
según las sacaba de la sartén, las colocaba sobre papel de cocina. Y ya sólo
quedaba airear bien la casa y esperar a que llegase el mediodía en el campo.
Estaban tan ricas que no quisiera que perduren únicamente en mi
memoria...
¡¡Qué buenas tenían que estar!! ¿Eran sardinas grandes? Porque si no, imposible rellenarlas. Tengo que probar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Prueba, prueba... y sí, que sean de buen tamaño... Espero que te sepan bien...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte
Qué recuerdos! Has conseguido que yo también me transportara en el tiempo. Qué ricas estaban, frias o calientes, eso daba igual.
ResponderEliminarLas comíamos con fruición; ahora, las saboreo con el valor añadido que les aporta la nostalgia...
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