EL
SARGO, COMO LO HACE LUIS
El sargo es un pez muy voraz, fuerte, prieto
de carnes, algo seco en la cocina y una delicia en la mesa. Trae consigo
sabores a marisco: gusta alimentarse de pequeños crustáceos, incluso he leído que se le ha sorprendido
comiendo percebes. En cuanto a Luis, es uno de mis tíos, el menor de los
hermanos de mi padre, aunque bien podría serlo mío, por edad y apariencia.
Ya pasa de medio siglo el tiempo
transcurrido y en la memoria parece que fue ayer, cuando íbamos de pesca a
Lorbé. Yo llegaba desde A Coruña y enseguida se me pasaba el mareo de las
curvas y el olor a gasoil del autobús. En la carretera que zigzagueaba sin
darse un punto de reposo, había dejado atrás pinares y bosquetes de eucaliptos,
campos de hierba verde entreverados de maizales, casas dispersas o que se avecindaban
y se volvían pueblo –Santa Cruz, Mera, Dexo…-, y, sobre todo, en las orillas,
cientos de hortensias, florecidas hasta ocultar sus hojas.
Él me aguardaba con algún compañero de
fatigas en una ensenada diminuta, poco
más que un pedrero. Empujábamos una lancha de remos hacia el agua y con un
chapoteo no por irregular y deslavazado menos eficaz, nos adentrábamos en la
ría hasta arribar a una mejillonera.
Siempre se han valorado los mejillones que
se crían en ese litoral. Se arraciman, sujetos a unas cuerdas que se hunden en
el mar, y que cuelgan de unos grandes travesaños. Pero no eran los oscuros
bivalvos lo que en esas jornadas apetecíamos. Nuestro objetivo estaba también
bajo nosotros, submarino y visible. Al ritmo que les marcaba una voluntad
incierta, nadaban o se aquietaban los panchos (besugos pequeños), los jurelos
(chinchos o chicharritos), las fanecas (éstas muy en lo hondo, casi fundidas
con la arena), los sargos…
Pescábamos sentados a horcajadas sobre los
maderos, sin caña, sólo con tanza y un anzuelo en el extremo, que cebábamos con
un algo de sardina. Aquellos peces parecían desprovistos de malicia, porque
entraban al trapo sin muchos miramientos, y no recuerdo ninguna ocasión en que
volviéramos de vacío.
Luego, ya en tierra firme, mi tío acometía la preparación del sargo (y la de otras especies que habían venido a
parar a nuestra cesta, pero de ésos escribiré más adelante). Limpios y abiertos,
los disponía sobre una plancha mojada en aceite, con la piel hacia abajo y
espolvoreados de sal y poco ajo. El blanqueo de la carne anunciaba que era hora
de darles la vuelta y, al poco de hacerlo, los sacaba del fogón. Los rociaba con un
chorrito de nada de aceite en crudo y, a gusto de los comensales, con un toque
–o no- de vinagre.
No recuerdo que nunca les diéramos tiempo a enfriar.
Me encanta el sargo o jargo como le dicen en Santander. Y como lo prepara tu tío Luis tiene que estar buenísimo. Yo lo pongo al horno con solo un poco de sal y un chorrito de aceite, pero donde más lo como es en los restaurantes. Cuando vamos a sitios especializados en pescado, es lo que suelo pedir.
ResponderEliminarUn beso.
A mí, además del gusto de su carne, me trae sabores de antaño, en los que otros sentidos se hallan concernidos...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte
Deliciosa receta, delicioso paseo, deliciosa visión de las tímidas hojas de las hortensias escondidas tras sus flores.
ResponderEliminar¡Doy fe...! Y encantado de compartir... Aunque mejor sería en torno a una mesa y con un albariño en el vaso...
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