POR
EE UU (2): UN EXTRATERRESTRE EN LAS VEGAS
O
sea, yo. Así me sentí, y no culpo a Las Vegas: era cosa mía. Si no, ¿qué hacía
un tipo como el que suscribe, nada aficionado a tentar a la suerte en juegos de
azar, en un templo dedicado a su culto?
Nunca viajo a ningún sitio que no me
sorprenda. Ya de antemano, me preparo, siempre, para ir al encuentro de lo
inesperado. Pero aquí paisaje y paisanaje no dejaban de arrancarme miradas de
asombro.
Ya desde el aire, me pasmaba que a alguien se
le hubiese ocurrido venir a poblar un sitio como éste. Sobrevolábamos zonas
desérticas, a un espacio pelado sucedía otro, pasaba el tiempo y no comparecía
ante los ojos nada que llamase a la vida. Hasta que, como un espejismo
insospechado, surgió un entramado inacabable de casitas bajas, cada una con su
poco de jardín y su árbol. Sólo en algún punto perdía esa gran urbe su ser horizontal
y crecía hacía el cielo con edificios de mucha altura. Habíamos llegado a Las
Vegas.
Esta ciudad no engaña a nadie. Aunque te
hubieran traído sin decirte adónde, nada más pisar el aeropuerto se te
revelaría ese secreto. ¿Dónde vas a estar, que te salgan al paso decenas de
máquinas tragaperras sin salir de la terminal? Como salteadores que para darte
el alto precisasen del amparo de la banda, se agrupan de trecho en trecho,
llamándote a golpe de colores e implícitas promesas. Y, por extraordinario que parezca, siempre hay quien, ilusionado o falto
de cabeza, pone en el tablero sus haberes en busca de fortuna.
Es una escena que se repite en el hotel.
Mientras mi mujer y mi hija ponen a prueba su dominio del inglés en recepción,
yo permanezco cerca, al cargo de las maletas. Pero los ojos se me van a las
inmediaciones y vuelvo a encontrar rutilantes aparatos de juego y - esto es
nuevo- mesas con crupieres que, de pie, se aprestan a atender al apostante.
Pienso que ni los alojamientos se libran en Las Vegas de esta fiebre del oro.
Sólo cuando emprendemos el camino de los ascensores –nuestras habitaciones están
diez y once pisos más arriba- me doy cuenta de la magnitud del fenómeno y de
que mi primera impresión es, al menos parcialmente, errónea.
La superficie que recorremos se resiste a cualquier
cálculo, por ambicioso que sea. ¿Es como un campo de fútbol, esta planta baja?
Pudiera… Porque, además, el inmenso espacio central se abre a otros, de mucho
fondo y anchura, que vienen a desembocar en él, y en todos hay equipamientos
que harían las delicias de cualquier ludópata. Y tiendas abastecidas de
mercadería diversa, y restaurantes, y bares. En la barra de uno de estos
últimos, delante de cada taburete, una pantalla pequeña ofrece al cliente la
oportunidad de ganar o perder dólares según bebe. ¡No es cuestión de que el tiempo
transcurra en vano!
Antes de que nos metamos en el ascensor,
reconozco que me equivoqué al pensar que en Las Vegas incluso en los hoteles
hay casinos. Ocurre justo al revés. ¡Hemos venido a dormir en el hotel de un
casino!
Desde luego es un sitio que hay que visitar si tienes oportunidad, pero yo llegué a media tarde y hacia la hora de la merienda estaba deseando salir pitando. Cosa que afortunadamente hicimos a la mañana siguiente. Pero la experiencia no tiene precio.
ResponderEliminarUn beso.
Nosotros retuvimos la prisa durante día y medio. Y cuando leas las próximas entradas verás que obtuvimos recompensa (no precisamente económica). Como bien dices, la experiencia no tiene precio.
EliminarUn abrazo fuerte
Y el comercio del sexo no te llamó la atención?
ResponderEliminarComo madrugábamos, dormíamos la noche. Quizá eso nos impidió ver lo que señalas...
EliminarEs toda una experiencia, todos hemos visto cantidad de películas que se desarrollan allí, pero la sorpresa que te llevas es auténtica. Yo no podría jugar, ya que me distraía con todo. Así todo, una vez superado el primer momento, estás deseando salir de allí
ResponderEliminarA mí me hubiera gustado quedarme un par de días más, con ánimo descubridor, Pilar. ¡Me podía tanta desmesura!
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