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EE UU (3): UNA ENSALADA EN LAS VEGAS
Avanza
la tarde y sigo en modo alien. Desde diez plantas más abajo de donde estamos,
llegan, sin concederse tregua, ondas de chunda-chunda. Las canciones del verano
se cuelan en la habitación e irrumpen en el jet lag de recién venidos de
España. Por muy alto que esté el volumen de la música, me parece imposible que
suba tantos pisos. ¿Dónde se originará? Guiado por una repentina intuición,
hago acopio de fuerzas, me acerco a la ventana y abro hojas centrales de cristal.
Una oleada de fuego se me echa encima. Como para no desentonar con esa
temperatura desmedida, bajo mis ojos se despliega todo un palmeral. Entre sus
troncos, se abren generosas cubetas que el cielo pinta de azul. El hotel-casino
que nos alberga contribuye a la desmesura de la ciudad, con piscinas y
datileras con rango de oasis. En una de las primeras, la más escondida,
descubro la causa de mis desvelos. Veo a mucha gente en un agua que no cubre
sino hasta el pecho, dando saltos al compás que les marca un ritmo
inmisericorde y machacón, como si se hallaran en una discoteca acuática.
Empiezo a soñar con una cena muy leve.
Pienso que una ensalada sentaría bien a un estómago castigado por la comida de
dos aviones consecutivos. Y poco después
entramos en uno de los restaurantes de la planta baja. Es muy grande.
Nos cuesta leer la carta porque la iluminación es escasa. No sé si se persigue
crear un clima de intimidad entre los comensales u obedece esta penumbra a un
programa de ahorro energético. La música es en vivo. Cerca de nosotros, hay una
orquestina que algo toca.
A mí me da un poco de reparo pedir un solo
plato, que además sea liviano, pero lo hago, porque no tengo ganas de más. Cuando
llega nuestro pedido, mi primera impresión es que, en lo que a mí respecta, se
han equivocado. Cierto que me ponen delante un combinado de lechuga y tomate,
pero es para, al menos, cuatro personas como yo. Sin perder la sonrisa, la
camarera responde que no hay error, que ésa es lo que he encargado. Así que no me queda
otra que tomar nota para otra vez y comer lo que se pueda, que, por mucho
interés que pongo en ello, no pasa de la mitad, y ello contando con que me
excedo. Esto de adaptarse a los usos y costumbres de otro país lleva su tiempo
y, como es el caso, conlleva sus contratiempos.
Al salir del local, volvemos a estar en el
casino sin pisar la calle, porque todo es uno y lo mismo, el restaurante es
únicamente un complemento. El anochecer ha traído más animación a las máquinas
y mesas de juego. Aunque no veo un solo dólar –sólo fichas, como si todo fuera
una simulación-, pienso de dónde saldrá tanto dinero. Por entre esa inmensa
rueda de la fortuna, se mueven sin cesar muchachas con bandejas que portan
bebidas para los jugadores. Van justas de ropa, en riguroso negro, y cabalgan
tacones elevados. De pasada, nuestra mirada se posa en una chica que se
contorsiona, colgada de las alturas.
Estamos muertos de sueño y mañana madrugaremos.
Cómo me ha recordado nuestra estancia allí!! El restaurante donde cenamos también estaba en los bajos del hotel-casino y en penumbra, la chica que se contorsiona.....; aunque pase el tiempo, el ambiente no varía.
ResponderEliminarMe alegra que estás letras revivan vuestros recuerdos. Es un valor añadido, con el que no contaba...
EliminarEs que en cuanto sales de España, una ensalada es un plato contundente, que diría mi hijo, no cuatro hojas de lechuga en la esquina y adornando. Nosotros tuvimos que iluminar el menú con un mechero porque más que penunmbra aquello parecía la "ardiente oscuridad" de Buero Vallejo. El restaurante era un oasis de paz en medio de la vorágine del casino.
ResponderEliminarSe ve que las Vegas nunca defrauda.
Un beso.
Desde luego que no defrauda. Por muchas que sean tus expectativas...
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