POR
EE UU (11): MÉXICO LINDO Y QUERIDO
Cualquiera
diría que asistimos al rodaje de una película, y qué excelente sería la
ambientación, si así fuera. Pero no nos movemos entre decorados, ni son extras quienes
van y vienen a nuestro lado. Ninguna claqueta señala una nueva escena,
tampoco hay cámaras que filmen en derredor.
Lo que atrae de este espacio de Los Ángeles,
donde México nos sale al paso, es precisamente su verdad.
En la calle
Olvera oímos hablar en un español trufado de americanismos. Las comidas que
se publicitan desde la cartelería se llaman tacos
y enchiladas, nachos o tamales, moles poblanos o churros rellenos de crema. Y rótulos vistosos anuncian que pasamos
ante Casa California, Cielito Lindo, Las Anitas.
Delante de La Golondrina Café nos paramos, simplemente por el placer de mirar.
Grandes ruedas de carro de múltiples radios, sujetas unas a otras en su parte
superior por un listón de madera, sirven de límite entre el adentro de mesas y el afuera. Hay macetas con plantas
naturales y floripondios de papel, y farolas de cristal encajadas en florituras
de hierro que sobresalen de paredes rojas. En el piso superior, una balaustrada
delimita un corredor al que se abren estancias con puertas grandes y enrejadas.
Pero sólo es uno de los múltiples edificios
que con su escasa altura y su aire pintoresco colorean la callecita, donde
dicen que se originó la ciudad. El ladrillo visto se alterna con la piedra, la
madera con las tejas de saledizos que techan porches. Una misma fachada puede
combinar rojos y blancos, amarillos, tonos castaños. El verde lo traen los
árboles de profusas copas, que sombrean la vía. A su amparo, deambula,
curioseando entre puestos de mercaderías diversas, una multitud abigarrada, con
absoluto predominio hispano. Examinan ropa o calzado, compran un recuerdo, se
dejan tentar por el sabor del guacamole. Parece mentira que en tan poco espacio
se arracimen tantas posibilidades.
Nosotros entramos en el Ávila Adobe, un rancho que, en uno de los costados de la calle, se
anuncia como museo de lo que fue, cuando se construyó en 1818. Sólo el caballo
atado en el patio es ficción, aunque tan lograda que no me sorprendería oírle
un relincho. El interior semeja haber sido habitado ayer. Con el respeto del
que entra en domicilio ajeno, pasamos del salón de recibir a otro para los
eventos familiares, del despacho del patrón a la cocina, en cuyo centro una
artesa grande parece aguardar que alguien apetezca de un baño. El mobiliario de
época invita a imaginar a los moradores que lo utilizaron, y, entre ellos, a
una doña ante el piano, que no estaría ahí sólo como adorno. Nos asomamos a una
habitación, que es principal porque su cama tiene dosel, y a una más, ésta, humilde, con
un camastro y un somier de cuerdas trenzadas.
El tiempo ya ido se presenta también en el remedo
de misión, no recuerdo si franciscana o de los jesuitas, que se levanta en la
proximidad de la calle Olvera.
Todo me recuerda que este sur de Estados
Unidos alguna vez fue México. Es más, que en alguna medida lo sigue siendo.
No estuvimos en Los Ángeles. Habrá que volver para conocer esa ciudad que tengo muchas ganas de visitar. Méjico se cuela por todo Estados Unidos, pero sobre todo en los del Sur. Me resulta curioso que viajas por Francia, Alemania o Italia y no hay quien encuentre una información en español, pero llegas a Estados Unidos y en muchos lugares, los avisos están antes en español que en inglés.
ResponderEliminarUn beso.
Me encantó este rincón de Los Ángeles, su origen, según dicen. Me maravilló su estado de conservación, no sólo en cuanto al paisaje, también al paisanaje. Como si, a través del tiempo, se mantuviese vivo un pedacito de México...
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