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EE UU (8): COTIDIANIDADES
Nos
habíamos detenido en un cruce de Las Vegas, ante un semáforo que estaba en
rojo. El icono que permite el paso o da el alto al peatón según sea el caso no
es una figurita humana, como en Europa. Es la palma abierta de una mano la que
te invita a atravesar la calle o a esperar
turno.
Nos asfixiábamos. El sol de primeras horas
de la tarde caía a plomo. Soplaba una brisa suave que, lejos de constituir un
alivio, nos abrasaba la piel. Debíamos parecer, allí plantados, tres pobres
pájaros a punto de perecer achicharrados. Nos alineábamos tras el pivote del
semáforo por aprovechar su delgada sombra, pero igualmente sentíamos que nos
sofocaba el aire.
No se divisaba coche alguno, miráramos para
donde miráramos, ni cerca ni lejos. Podíamos haber atravesado la calzada sin
peligro para nuestra integridad o la de los inexistentes automovilistas, y sin
embargo no lo hacíamos, y no porque nos intimidara la poca gente que, enfrente,
esperaba la autorización para el cambio de acera, o porque nos avergonzara
infringir en público las normas de tráfico. Nos habían advertido de que las
multas por tales infracciones alcanzaban en Estados Unidos cifras de cientos de
dólares.
Había olvidado las gafas de sol en España.
Mis ojos no podían asumir la claridad que los cegaba y, además, me dolían de
calor. Sin esa circunstancia, no nos habríamos fijado en una farmacia con la que nos topamos al otro lado de la
calle, cuando finalmente el disco del semáforo nos concedió derecho de paso, y
no habríamos descubierto sus interioridades.
Era como un gran supermercado, sólo que
únicamente ofertaba medicinas y complementos sanitarios. Cogías un carrito o
una cesta y recorrías múltiples pasillos, que delimitaban estanterías bien
provistas de remedios para cualquier estado de salud demediado. Y en la salida
te aguardaban las cajas y las cajeras. Al retornar al exterior, unos
protectores recién adquiridos que adosé a las lentes devolvieron a mis pupilas
la visión. Entonces hube de llevarme las manos a los oídos: un avión, que
volaba muy bajo, atronaba cielo y tierra, antes de perderse en la profundidad
del espacio azul.
Un restaurante italiano nos ofrece la
frescura ambiental que precisamos. También pasta, en cantidades asumibles. Y
una tregua en cuanto a la desazón que nos supone calcular propinas, pues el
servicio viene incluido en la factura. En otros locales, al coste de la comida
has de sumar en torno a un veinte por ciento para el camarero, que, pese a
ello, no se hará rico, pues seguramente su salario será muy exiguo. De lo que
no nos libramos es de pagar el vino a precio de oro: una copa del penúltimo más
barato (¡la honrilla española!) no sale en ningún sitio por menos de 11 ó 12
dólares… Y no vayáis a pensar que la llenan hasta arriba…
Una de las cosas que más me gustan de Estados Unidos son sus farmacias, pero en las que yo he estado, hay de todo, como en un supermercado, efectivamente, y además medicinas. En estantes al acceso del público las que se venden sin recta y, al fondo, está el farmaceútico para las que requieren receta. Me encanta pasear por ellas y ver cosas para dormir, para el estres, para el dolor de cabeza... CVS, Wallgreens son sitios a los que nunca dejo de ir.
ResponderEliminarUn beso.
Veo que compartimos la idea de que también en las pequeñas cosas cotidianas, que no entran en los circuitos turísticos, se conoce a un país...
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