MONFRAGÜE, AL PASO (1)
La
estampa delicada de una cierva levanta la cabeza al paso de nuestro vehículo.
Semeja en su inmovilidad una talla forjada por algún artista figurativo al que
la naturaleza enamorara. Su actitud de alerta no hace mella en el grupo de
congéneres que, ajenas a esa inquietud, pastan con avidez en la dehesa. La
escena se repetirá, con ligeras variantes, a lo largo de la vía que nos conduce
a la carretera que une Plasencia con Trujillo. A veces es algún macho solitario,
de cuernas primaverales y aún escasas, quien nos sale al encuentro, para
ocultarse, desconfiado y raudo, entre los matorrales. Y en las inmediaciones de
la presa que detiene el fluir del Tiétar, casi podemos tocar a una hembra que
nos observa desde el asfalto, yo diría que con más curiosidad que alarma. El
coche, parado ante ella, no parece infundirle preocupación, y nosotros,
quietos, hacemos todo lo posible por integrarnos en la carrocería de ese animal
extraño que para ella es el automóvil.
Estamos en el parque nacional de Monfragüe,
que ya no es fragoso, por más que así lo indique su nombre (Mons fragorum), pues los embalses
doman el pretérito bramido de sus aguas, ahora encalmadas.
Nos dedicamos a ser felices.
Una tarde que atardece salimos en busca de
la mirada roja de un búho real. Sabemos de su presencia en un canchal que se
acoge al topónimo de Portillas del Tiétar. Cierto que no lo vemos, ni siquiera
nos llegan a los oídos su ulular o sus ladridos. Sólo tropezamos, de cuando en
cuando, al escrutar el paredón, con buitres leonados, sus
vecinos habituales. Más de un pollo de estos necrófagos luce un abultamiento en
su largo cuello, como si por dentro le creciera una gorguera: acaba de recibir
alimento de un progenitor y aún no ha dispuesto de tiempo para tragarlo del
todo.
En otra circunstancia, tal vez la ausencia
del gran duque, que así se llama también al búho real, nos hubiera defraudado.
Tal sucedería si no hubiésemos disfrutado inmediatamente antes, cuando veníamos
de camino, de un hallazgo inesperado. No me refiero, con ser ya mucho, a un
quinteto de abejarucos que se arrojó al vacío y pintó el aire con estelas de
colores; ni a los milanos comunes y reales, que flirteaban con la brisa; ni a
las cigüeñas blancas que, olvidadas de torres y campanarios, encaramaban sus
nidos sobre profusas copas de encinas o alcornoques. Tampoco el clímax de
nuestro contento se originó en la salmódica cacofonía del cuco o en el zureo,
triste como un lamento, de las palomas bravías.
Nuestros ojos habían volado sobre un amplio
espacio de árboles y herbazal y fueron a encontrarse en la cima de un roquedo
con los de un águila imperial ibérica. El telescopio nos la trajo hasta casi
donde estábamos, haciendo nuestra su capacidad visual. Era grande, daba miedo
el gancho de su pico y estremecían sus garras. En la oscuridad de su cuerpo
sobresalían manchas de un blanco impoluto en la cabeza y los bordes de las
alas. El soplo de un suave vientecillo le levantaba algunas plumas.
Inconsciente de su carácter de símbolo, desconocedora de cómo se la admira por
el solo hecho de existir, permanecía estática. La veíamos y no creíamos que nos
estuviera pasando. Ningún otro ejemplar de su especie nos había hecho antes un
posado igual, y por un tiempo que duró cuanto quisimos. Cuando al fin nos
marchamos, allí permanecía, como un aviso de que, si no los milagros, los
hechos portentosos sí que existen.
Hace muchos años, fui a Monfragüe por primera vez. Fue en unas jornadas ornitológicas y allí vimos, además del águila imperial, cigüeña negra y buitre negro. Bueno y miles de pájaros más, pero esos eran las estrellas del espectáculo. No lo disfruté todo lo que debiera pues mi terrible alergia al polen me tuvo colgada de los antihistamínicos y dormida todo el día. Entonces no había de esos que, en teoría, no producen sueño.
ResponderEliminarQué de recuerdos.
Un beso.
MonfragÚe es uno de mis paraísos cercanos. Por mucho que vuelva, siempre me parece estar descubriéndolo de nuevo, Rosa.
EliminarUn abrazo fuerte