MONFRAGÜE,
AL PASO (y 2)
Nos
adentramos en parajes de retamas a las que la primavera pintaba de amarillo, caminamos
entre jarales aún no salpicados de la blancura que esconden sus capullos, nos
envolvimos en el aroma del cantueso o el espliego. Aquí y allá, florecían las
encinas y, descorchados, los troncos de los alcornoques vestían de rojo una
tierra que era verde. Tras ocasionales alambradas, nos contemplaba la testuz
poderosa de toros bravos.
La
quietud de la dehesa serenaba el ánimo.
Desde el mirador de la Báscula, oteo laderas
lejanas. A duras penas, entre la espesura aíslo la copa de un árbol, donde se
asienta un nido enorme. En sus bordes, como una sombra, el perfil oscuro de un
buitre negro descansa, custodio de su cría. Hemos dado con la rapaz de mayor
envergadura del mundo, si no fuera por el cóndor de las Américas.
En Villarreal de San Carlos, aldea de una sola
calle, pero a la que no falta una ermita, emprendemos la andadura que nos
conducirá a un paisaje encantado. Allí, un riachuelo que parece adelantarse al
estío y se agosta hace poesía en su nombre y su trazado. Malvecino lo llaman, y
desconocemos el porqué de ese bautismo, aunque quisiéramos saberlo. Es bello el
topónimo y nos atrae el misterio de su origen, pero aún vuelve más hermoso a
este arroyo su curso.
Apenas un leve murmullo delata la existencia
del agua, que en su transparencia casi se torna invisible y deja ver, según
fluye, un lecho de lajas de piedra o de arena, glauco si, en los remansos, se
tapiza, como suele, de plantas acuáticas. Parece imposible que no hayan elegido
las nutrias, que gustan de la pureza de su hábitat, este apartamiento para
vivir. Pero no se manifiestan, por más que escudriñemos según andamos senderos
de ribera o nos colgamos de rústicas pasarelas de madera, aprovechando para
ocultarnos el cortejo de árboles que acompaña al río.
Las primeras horas de la tarde nos
sorprenden yendo al Salto del Gitano, un farallón rocoso que, desde la altura,
cae sobre el Tajo, cuya superficie calma lo hace dos al reflejarlo. Un
escribano montesino se columpia en una rama y un roquero solitario se encarama
a un cancho: son hallazgos que no perseguíamos, pero que celebramos.
Sabemos lo que buscamos, pero encontramos lo
que no esperamos. El nido de cigüeña negra que conocemos de antiguo tiene okupas. Una del casi centenar de parejas
de buitre leonado afincados en el cantil ha encontrado acomodo en aposento
ajeno. Es lo que conlleva ser vecino de estos oportunistas, que aprovechan que
empiezan a criar antes para despojar a los demás de lo que con tanto trabajo
construyeron.
Debemos de haber puesto cara de mucha
decepción, porque, sin decir palabra, una ornitóloga que está a lo que estamos
orienta nuestro telescopio hacia otro punto del roquedo, y cuánto nos cuesta no
gritar de júbilo donde ha de imperar el silencio. Una cigüeña negra nos ofrece
una delicada silueta, sobre rojas patas de alambre. A sus pies, entre pajas, se
remueven tres pollos, de un blanco prístino. Fragilidad y ternura se concitan
para que olvidemos el mundo. Colmará el éxtasis el descubrimiento, en el
lateral opuesto del peñón, de otras dos nidadas. Si no sabemos para dónde
mirar no es, precisamente, porque nos falte qué ver…
Había olvidado el Salto del Gitano, tantos años hace que estuve por allí. En su día supe el canto del Escribano Montesino, pero no sé si ahora lo distinguiría.
ResponderEliminarUn beso.
El escribano montesino, la magia de lo pequeño, en un espacio en que domina lo ciclópeo y la mirada se va hacia el vuelo calmo de los buitres o queda prendida en la esquemática silueta de la cigüeña negra... El Salto del Gitano nos enseña que el paraíso carece de dimensiones precisas, está así en lo grande como en lo diminuto...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte