ANÉCDOTA CLANDESTINA
Probablemente estaríamos en la
segunda mitad de los años 60. No sé si íbamos a organizar una manifestación
contra la guerra del Vietnam, a favor de las libertades o solidaria con los
mineros asturianos. En cualquier caso, a aquellas primeras horas de la tarde yo
me dirigía a una reunión ilegal.
Eran tiempos clandestinos, en los que la palabra libertad se consideraba
subversiva y se prohibían los derechos ciudadanos. Todavía le quedaban al
dictador Francisco Franco unos años de vida. Detrás de cada farola acechaba un
policía, y a veces dos. En las prisiones, se encarcelaba a las ideas.
Un cónclave como el que nos disponíamos a celebrar podía traer consigo,
si éramos descubiertos, varios años de encierro. Así que toda precaución era
poca. Me veo entonces agachándome a atar un zapato que no se había desatado,
solo por mirar de reojo hacia atrás; o acaso fingía observar un escaparate,
cuyo cristal reflejase la presencia de algún sospechoso a mis espaldas. Extremábamos
las normas de seguridad, sobre todo cuando acudíamos al encuentro de otros,
pues en tal caso el descuido no repercutiría solo en nosotros.
Incluso a amistades muy cercanas las manteníamos al margen de nuestras
actividades. De ahí que no me sintiese especialmente feliz cuando, aquel día, me tropecé con Amanda (que en la vida real
tiene otro nombre). Solíamos participar en una tertulia de estudiantes
universitarios, adonde ella se dirigía.
Enseguida me preguntó qué hacía yo, yendo en dirección contraria a la
que supuestamente debía tomar, que era la suya. En aquel momento pensé
únicamente que no podía confesarle la verdad, y contesté lo primero que se me
ocurrió. Me dolía una muela e iba a una farmacia, en busca de remedio. Ella
abandonó su risa de momentos antes, esbozó un gesto compungido y dijo lo que
menos quería yo oír, “Venga, voy contigo”, para, a renglón seguido, colgarse de
mi brazo y tirar de mí, como si tratara de evitar que yo saliera corriendo.
La conocía de sobra como para saber que cualquier negativa mía a que me
acompañara se estrellaría contra un muro, salvo si le confesaba a donde iba en
realidad. “Llegarás tarde a la tertulia”, farfullé débilmente, sin ninguna
convicción, y me dejé arrastrar, echando una ojeada disimulada al reloj. El que
iba a retrasarse era yo, y temía la inquietud que eso produciría en mis
compañeros.
Y sin embargo, todavía lo peor estaba por venir. Yo pedí en la farmacia
un calmante suave, y ella se empeñó en que fuera fuerte (y más caro, por ende).
Quise meterlo en el bolsillo maquinando deshacerme de él por el camino y me
urgió a ingerirlo allí mismo, para que me hiciera efecto cuanto antes. Y no me
valió de nada la excusa de que necesitaba agua para tragarlo, porque halló
inopinado apoyo en la boticaria, que, sin demora, me plantó delante un vaso
lleno a rebosar.
Al fin, conseguí que se fuese ella a la tertulia y corrí yo a la
reunión. Seguramente me salvó de quedarme dormido por el camino lo nervioso que
me puso que eso pudiera sucederme. Tras contar a mis camaradas, que ya estaban preocupados, lo que me había sucedido, me recosté blandamente en un sillón y me
quedé grogui.
Recuerdo haber soñado que
Amanda estaba entre nosotros, como una más. Y que ese era, justamente, su
nombre de guerra.
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