HISTORIA CON CABRA, QUE ALGO ENSEÑA
Parece talmente un chiste. Me lo
contaron hace algunos años. Es una de esas cosas que, de no ser porque a veces
la realidad supera a la ficción, uno tendría por imposibles.
Situaos en un instituto de un tiempo ya muy ido. Por aquel entonces, se
impartía la enseñanza en jornada partida, esto es, el horario abarcaba la
mañana y primeras horas de la tarde.
La clase era de Filosofía; el profesor, avezado, de edad mediana, dotado
de un sentido de la ironía que en ocasiones devenía en sarcasmo (solo el hecho
de no estar en Galicia me priva de hablar de retranca). Los alumnos lo eran a
su pesar, al de ellos y también al de su maestro, que a duras penas conseguía
(¿lo conseguía?) sobreponer un discurso razonado a la algarabía con que lo
recibían aquellas buenas piezas, que siempre estaban a lo suyo, sin que las
aplacara siquiera que la hora fuese propicia para el sopor de una siesta.
El día de autos el docente percibió en medio de la habitual barahúnda un
sonido desacostumbrado y detuvo sus explicaciones. Había llegado a sus oídos,
nítida, inconfundible, la voz de una cabra.
Sus ojos buscaron a Pérez (nombre supuesto), quien gustaba de imitar ya
fueran cantos de aves, ya el croar de una rana o algún desaforado rebuzno. La
muestra de tales habilidades lo conducía inexorablemente fuera del aula, si
bien es cierto que, en ocasiones, su mentor se conformaba con dirigirle un
comentario mordaz.
Pérez estaba sentado donde solía, pero no era quien emitía aquel ruido,
y no porque no fuese capaz de alcanzar
tal nivel de perfección, que ese virtuosismo se le reconocía, sino porque
seguía oyéndose el balido no obstante mantener él la boca cerrada. Sus
compañeros sí abrían las fauces, pero para reír a mandíbula batiente, de modo
que tampoco entre ellos se encontraba el infractor, y al profesor no le quedó
otro remedio que seguir con sus averiguaciones.
Una somera indagación lo condujo hasta un armario que, al abrirlo,
descubrió a una cabra verdadera en su interior. Cuando volvió la vista a los
alumnos, todos lo miraban con el gesto avieso de quien sabe que ha traspasado
los límites de una trastada. Algunos se ofrecieron a devolver al animal al aire
libre.
“No será necesario”, respondió el profesor, sin inmutarse, como si
aquella insólita presencia fuese lo más natural del mundo. “A fin de cuentas
–añadió enseguida- no creo que obtenga menos beneficio de la clase que quienes
la habéis introducido aquí”.
Y retornó de inmediato a perorar
sobre Platón y su Mito de la caverna.
Quizás ninguno de aquellos
estudiantes recibió en su vida lección de filosofía semejante.
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