Debería resultar ocioso aclararlo. Pero sucede que no falta
quien interesadamente oficia una ceremonia de la confusión, con fines espurios.
No es lo mismo
defender la libertad de las mujeres a abortar que estar a favor del aborto. No
conozco a nadie que sea partidario del aborto, a fin de cuentas una agresión contra
el cuerpo femenino. De lo que hablamos es de que la afectada pueda recurrir
voluntariamente a interrumpir su embarazo, pese a los costes que le suponga, si
ella misma valora que serían mayores de continuar adelante. Lo que está en
juego es el derecho de la gestante a decidir sobre su capacidad reproductiva.
La ley vigente se lo
reconoce dentro de unos plazos razonables. El actual ministro de Justicia está
promoviendo, con el beneplácito del presidente del Gobierno, una nueva regulación
que penalizaría lo que ahora mismo es legal. Solo en los supuestos de violación
o peligro para la vida de la mujer, y previo informe médico, se permitiría
abortar.
El señor Gallardón
ha pasado de ser un avanzado social dentro del PP, según lo calificaban algunos
ingenuos, a paladín de las ideas más rancias de la derechona (que es como
siempre lo he visto yo, modestia aparte).
Seguramente bebiendo
de fuentes episcopales (y no de muchos cristianos que no opinan así), este
personaje dice defender la vida humana, que en su ideario es fuente de derechos
desde la concepción. Y como esas son sus convicciones, pugna por convertirlas
en normas de obligado cumplimiento, incluso para quienes, recelando de la
cientificidad argumental de Rouco Varela, uno de sus mentores, no vemos en un
embrión a un niño.
Como una
aplicación de su peculiar sharia a
tiempos modernos y occidentales, tratan de imponer a las mujeres que no piensen
como ellos su credo. Lo que aquí está en situación de riesgo es la democracia
misma, la libertad de actuar según la propia conciencia, que choca contra su
intransigencia y su despotismo cerril.
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