SENSACIONES EN ALTAMIRA
Un
día que empieza a ser lejano, sentí que
era un privilegiado. La llamada telefónica de un amigo me condujo al séptimo
cielo. Me comunicaba que, dos años atrás, diez colegas habían solicitado permiso
para visitar la cueva de Altamira y les acababa de llegar la autorización. Pero
fallaban dos del grupo, y era nuestra la elección de ir o no en su lugar. Fue
una de las últimas posibilidades de entrar que hubo. Luego, como es sabido, se
cerraría su acceso al público, que sí tendría ocasión de ver una réplica
perfecta de pinturas y entorno en un recinto próximo. En ese espacio he estado
varias veces, y siempre que voy admiro el trabajo de quienes han decorado su
techo. La copia es de una extraordinaria fidelidad al original, y no solo en cuanto al resultado,
pues también se siguió el mismo proceso de elaboración y se utilizaron
idénticos materiales que hace milenios.
Sin embargo, algo sí echo siempre en falta
al elevar los ojos a la manada de bisontes y otros animales esparcidos en curiosa yuxtaposición y variedad
de posturas en la altura. Es entonces cuando se me va la vista atrás, a aquella
mañana en que me fue dado contemplar no la imitación, por inigualable calco que
sea, sino la creación primordial misma.
Había experimentado un temblor, que era
producto de la emoción de saberme en el mismo lugar que anónimos
artistas primigenios, de compartir su reducto sagrado. Era como si me hubiesen
enviado un mensaje a través del tiempo o, no sé si decirlo, como si todavía
estuviesen allí, en la huella que habían dejado de su presencia. Me parece que
pensé en aquel momento único que, cuanto más cerca nos situemos del creador, más nos
conmoverá su obra. Y a mí, en este caso, participar de su contexto casi me
hacía estar en comunión con él, con ellos.
Quién me lo iba a decir, pero esa misma
sensación la palpé hace apenas una semana. Era la “Noche de los museos” y desde
las 8 ½ de la tarde había entrada libre
y en tandas de unas 15 personas para ver la réplica de Altamira. Esta vez no se
distinguían con tanta nitidez los bóvidos. La iluminación era menor y la
claridad, tenue. Las llamas que salían de unos cuencos sustituían a la
electricidad habitual. Era tuétano extraído de los huesos de los animales el
combustible, y una mecha vegetal lo que ardía, sin la adición no deseada del
humo. Exactamente como hacía decenas de miles de años.
Y sin estar en la cueva verdadera, volví a
sentir un estremecimiento, igual que antaño. Solo que ahora no era un lugar lo
que me traía el latido de nuestros antepasados: También la luz puede ser un
buen transmisor para el sentir.
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