EN
LE PARC ORNITHLOGIQUE DU PONT-DU-GAU
Es
curioso este aviario natural de La Camargue. Son 7 km de senderos, entre una vegetación de juncales, gramíneas y
salicornias, pespunteadas de un amarillo de lirios florecidos. Orlan o separan estas
y otras plantas silvestres lagunas, o
contornean riberas de riachuelos que discurren con tal placidez en el llano que
a menudo fingen no ir a ninguna parte, como si para ellos se hubiera detenido
el tiempo.
Hay un
amontonamiento de pájaros en las láminas de agua donde se inicia la andadura.
Son innúmeros flamencos, que casi podríamos tocar, por lo cercanos, y otras
zancudas les hacen compañía: dos árboles aorillados, que en mi recuerdo eran
tarajes de despeluchada apariencia, albergan nidos por docenas. Se acomodan por
jerarquías en la altura sus inquilinos,
las garzas reales en las ramas superiores, más abajo las garcetas.
Por entre toda esa algarabía, navegan algún
azulón, alguna focha, y hasta asoma a nuestra vista la figura de un coipo que,
a lo que parece, pues no apetecen de la luz del día estos roedores, ha decidido
prolongar la noche estas primeras horas de la mañana.
Habrá quien piense, como yo en un principio,
que alguna disfunción, alguna herida presentan estos animales, que no huyen de
la presencia humana, sin que vallados o cercas nos separen. Pero es que los he
visto llegar o irse, volar hasta perderse en lo lejano, y no lo entiendo.
Ese comportamiento, más que tolerante,
confianzudo, desparecerá según nos adentremos en el parque y también los
humanos dejemos de ser masa y nos individualicemos. Entonces ya no se nos
muestran las aves, que hemos de descubrirlas en la soledad de los parajes
inundados, y desde observatorios de madera que disimulan nuestra presencia.
Una
pareja de cisnes salvajes presume de blancura en un lago del que
no divisamos la otra orilla. De las cigüeñuelas nos sorprendería, si ya no la conociésemos,
la longitud extraordinaria de sus patas, sobre las que cabalga un cuerpecillo
delicado. Son esquivas y nos escapan si nos topamos con ellas en descampado. Es
precaución que no han de tomar las avocetas, cuyo pico curvado hacia arriba,
como nunca se nos ocurriría imaginarlo, hurga por entre el agua. Están tan
fuera de alcance siempre como los tarros canela, unos patos que equivocaron el
ser, pues, por su envergadura, deberían haber nacido ocas. No sé por qué les
llaman tarros, pero el añadido de la especia con que completan su nombre se
justifica nada más acercarlos con los prismáticos: una banda, canela de color,
les circunvala cuello y pechera, como si de próceres homenajeados se tratara.
Gaviotas reidoras de cabeza negra,
pandilleras y belicosas, se carcajean a nuestro paso, aunque no sea de
nosotros. Un poco más adelante, un bando de charranes, que son como ellas en
miniatura, dejan oír sus destemplados graznidos sobre los carrizales y toman la
dirección del mar.
Como si de un desagravio al oído se tratara,
de entre los arbustos o el escaso arbolado, salen de cuando en cuando trinos de
ruiseñores.
Por fortuna no es verano, y el sol es
caricia y no fuego mediterráneo, y a toda esta fauna no se añaden todavía, o lo
hacen en pequeña medida, legiones previsibles de mosquitos. Esos no solo nos
huirían, como hacen los pájaros, antes nos buscarían
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