DÍAS
DE CAMARGUE Y FLAMENCOS
Será
difícil a partir de ahora que, aun cuando no los haya, no vea yo flamencos al andar entre humedales.
La causante de esa ilusión óptica es la
región francesa de La Camargue, allá donde el Ródano muere en el Mediterráneo.
Como si atemperase su prisa por perderse en el mar, el río se ramifica y se
hace delta. En ese tránsito, forma marismas, lagunas, canales, que sirven de
aposento a la vida.
Por
todas partes se divisan flamencos. Aguas someras, tan cambiantes de color como
los cielos de abril, son su refugio y su despensa. Aun caminando, parecen
volar, suspendidos sobre unas patas de largura imposible. Esa desmesura halla su
correlato en un cuello inacabable, necesario para que su pico descienda hasta la
superficie acuática: tal se diría que la naturaleza aunó en su diseño estética y sentido práctico. Nadie es
perfecto, sin embargo, y tanta finura tiene también su talón de Aquiles. De
cuando en cuando, se alborotan y dejan oír entonces la estridencia de su voz,
que suena desportillada, con un deje gangoso y desagradable.
Es momento de primavera y de cortejo, y a
menudo marchan de a dos entre multitudes, el macho más grande, algo menor ella.
A veces se topan con un soltero ansioso por emparejarse y da comienzo todo un
ritual, en que la sangre no alcanza al río, pues todo queda en pantomima, con
amagos de picotazos que no llegan a ser, y en los que la hembra auxilia a su
compañero.
En ocasiones, un bando pasa sobre nuestras
cabezas y no escatimamos exclamaciones de asombro, que son admirativas. En el
aire dibujan trazos carmesí sus alas, como si lo incendiasen o le abriesen una
herida que sangrara.
Su color se suma al de otros colores, que La
Camargue semeja la paleta de un pintor. Sobre el fondo verde de la vegetación,
que es uno y son muchos, se destacan las gráciles figuras amarillas de los
lirios florecidos, la negrura y solidez de los toros de lidia, manadas de
caballos blancos, el cromatismo múltiple de aves querenciosas de aguas poco profundas.
Pero eso ya pide otro artículo…
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