EL PELUQUERO DE PICASSO
Estábamos en octubre de 1986 y en
Buitrago (Madrid). Habíamos entrado en un museo dedicado a Picasso. Al pronto,
nos sorprendieron sus reducidas proporciones. Se trataba de una sola habitación tabicada por vitrinas
que delimitaban pasillos diminutos. Tras los cristales o colgados de las
paredes se exhibían objetos que no destacaban por su número. Unas pocas
personas charlaban ante uno de ellos, pero apenas concitaron nuestro interés,
orientado a ver y comentar la exposición.
Admiramos un dibujo titulado Retrato
de mi madre, una maravilla de expresividad, pese a la aparente sencillez de
sus líneas. Nuestro lugar fue ocupado, enseguida que lo dejamos, por el resto de los presentes. Uno llevaba la voz cantante. Era un señor entrado en años, de baja
estatura, calvo y muy hablador, o por mejor decir buen conversador, dado lo
receptivo que se mostraba ante sus interlocutores, reorientando su disertación
cada vez que lo interrumpían con alguna observación o pregunta.
Estaba contándoles que aquel retrato había viajado mucho. Incluso en
China se utilizaba como modelo para la enseñanza de pintores principiantes.
Ante tal muestra de saber, cobró para nosotros el personaje una importancia que
poco antes no le concedíamos, y que aumentó aún más cuando caímos en la cuenta
de que la mujer de la lámina era su madre.
Él se apellidaba Arias, era oriundo de Buitrago, exiliado tras la guerra
y peluquero y amigo de Picasso. En homenaje a su memoria, había reunido todos
los recuerdos personales, regalos del artista o que habían tenido que ver con
él, y había fundado aquel museo. Desde que lo supimos, ya no nos despegamos del
grupo, y lo que antes celebrábamos con un criterio puramente estético adquirió
en adelante una dimensión más afectiva y más viva, coloreada por las anécdotas
que aquel hombre iba narrando. Gracias a él, reparamos en detalles que nos
pasaran desapercibidos, como la imagen de un toro trazada a lápiz y con los
tres colores de la bandera republicana, pintada sobre la primera página de un libro.
Había también una caja de madera, pequeña y llamativa, decorada a fuego
por Picasso. Su interior encerraba los útiles de los que se había servido Arias
para arreglarle el cabello y rasurarle la barba. Esa cajita tenía una historia
sobreañadida.
Muerto
el maestro, unos americanos se presentaron ante el peluquero para decirle que
ya habían decidido en EEUU llevársela allí, e incluso el sitio donde la
expondrían. Él les contestó cortésmente que formaba parte de sus objetos
personales y no estaba en venta. Ellos sacaron un cheque en blanco, lo firmaron
y se lo entregaron, convencidos de que no se resistiría a tamaña tentación.
Entonces, malhumorado, les respondió que su amistad con Picasso no había
dólares en Estados Unidos que la pudieran comprar.
No serían los únicos que ambicionarían quedarse con alguna de las muestras
de afecto obsequio del pintor. El protagonista fue, en otra ocasión, un
presidente de la
Peugeot. Había acudido a la peluquería de Arias, que este
definía, no sin razón, como única en el mundo: desde su sillón, el cliente
contemplaba dos cuencos de barro que Picasso había modelado y decorado. No bien
lo oyó, el magnate le propuso cambiarle uno por un coche, luego por dos...
Al escuchar la negativa con que había replicado el barbero, uno de quienes con nosotros le hacían corro, y cuyo acento revelaba su procedencia catalana,
lo abrazó, emocionado, y casi le hizo llorar. Cuando poco
después, ante un libro sobre el artista, Arias se refirió a que había sido
publicado por el hombre que acababa de mostrarle su afecto, descubrimos que
teníamos como compañero al editor Gustavo Gili.
Muchas cosas de la animada
conversación con que nos obsequió Arias se me han olvidado. No así una que
prueba el talante solidario del autor del Guernica: un pequeño calendario con
las efigies de don Quijote y de Sancho salidas de su mano. Su venta
subvencionaba actividades de los republicanos españoles exiliados en Francia...
No hay comentarios:
Publicar un comentario