SEMANA SANTA
Ahora que llega la Semana Santa, me
acuerdo de otras que viví de niño. La vida hibernaba durante aquellos días,
que, paradójicamente, eran de primavera.
Quienes nacisteis con Franco ya muerto no sabéis. Pero en mi memoria
esas festividades aparecen estrechamente unidas a aquel siniestro “Caudillo de
España por la gracia de Dios”, como rezaba la leyenda impresa en las monedas de
peseta. El mismo que, rodeado del escuadrón de cardenales de que hablaba el
poema de un exiliado León Felipe, entraba bajo palio en las catedrales.
Nuestro país, de ordinario gris, se teñía de negrura al advenir estas
fechas. Se cerraban salas de cine y de teatro, ni oír hablar de bailes o
cualesquiera otras muestras de divertimento. En la radio programaban música que
era sacra y la televisión emitía
películas de temática religiosa y milagrera. Y, aunque esto no pueda
asegurarlo, no me extrañaría que en los edificios oficiales ondeara la bandera
a media asta.
Los pasos y tambores de las procesiones llamaban al ejercicio de la
piedad de las gentes. Trasegaban las multitudes constantemente de una iglesia a
otra, y no las visitaban para admirar su
arquitectura. En el interior se detenía el ciudadano el tiempo indispensable
para musitar una plegaria, y la abandonaba de seguido, para ir al encuentro de
otra. O asistía a los oficios, ceremonias que lo mantenían enclaustrado por más
tiempo entre olores a velas e incienso.
Y
no solo en la esfera de lo público, también en el ámbito más íntimo había de
mostrarse un dolorido sentir, un recogimiento a tono con el ambiente. El simple
acto de tararear una canción se autorreprimía como inconveniente expresión de
alborozo, como si delatase una repudiable falta de devoción, una mayúscula
irreverencia. Y no sonaría a estrambótico que los matrimonios dejasen para mejor
ocasión sus prácticas amatorias.
Las ollas, ya magras por la escasez, se volvían raquíticas y huía de
ellas la carne, obedientes las amas de casa a las prédicas de los púlpitos,
desde donde clérigos oscuros imponían ayunos y abstinencias. Y de tales
sacrificios no se veían libres ni restaurantes ni posadas. España entera era en
Semana Santa un gigantesco viacrucis.
Pienso en los años que han pasado, y es como
si me oliera a naftalina al recordarlo. Por fortuna, se puede vivir más de una
vida…
No hay comentarios:
Publicar un comentario