EL
JEFE INFILTRADO
El
inicio de ese programa de TV de laSexta muestra al mandamás de una gran empresa
empeñado en un ejercicio de transformismo. Tras los manejos a que se somete, no
debe conocerlo ni su propia madre, menos todavía los empleados, que, por otra
parte, apenas habrán tenido oportunidades de toparse antes con él.
Le cortan y le tiñen el pelo, o le ponen una
peluca. Bigote, lentillas o gafas y un vestuario ajeno a su posición
contribuyen eficazmente a convertirlo, si no en otra persona, si en otro personaje.
En cuanto a las actitudes y las poses
corporales, alterarlas no requiere mucho ensayo. Al cambiar el contexto en que
se desenvuelve, se supone que variará también de comportamiento. Porque si este
jefe se entrega a semejante paripé no es con ánimo de presumir de su habilidad
para el disfraz. Se disimula bajo esa nueva apariencia con el fin de
infiltrarse entre los trabajadores de su negocio y espiarlos. Y media un
abismo, que necesariamente afecta a la conducta, entre pisar los suelos
alfombrados de un despacho y actuar como operario; no es lo mismo mandar que
ser mandado, planificar que encargarse de que esa planificación se lleve a cabo.
Juega con ventaja, claro. Ël es consciente
del papel que desempeña, no así los demás, que ignoran su verdadera identidad.
Ello, sin embargo, no lo exime de dar algún que otro traspiés. A alguno han
llegado incluso a despedirlo ¡de su propia empresa! por manazas, que ya sabemos
que son cosas diferentes predicar y dar trigo. Es un efecto colateral de la prueba
que quien se dispone a observar sea, él mismo, observado. Para mí, en ello
radica lo salvable del programa: en que el directivo viva en sus propias carnes
lo que implica ser obrero.
Lo peor viene después, cuando se desvela el
engaño y los empleados se encuentran frente a frente con quien suponían un
compañero y es la autoridad máxima, de la que depende su futuro laboral. Al
desconcierto se suma el temor a haber hecho algo mal, a no haber sido lo
suficientemente diligente, o atento, o simpático. Y, por supuesto, el miedo a
ser despedido.
El planteamiento de este último acto es muy
paternalista. Me ha costado mantener encendido el televisor sin zapear. El
jefazo premia o castiga, o se compadece de las condiciones personales o
familiares de su oponente echando mano a la chequera, pagando viajes,
subvencionando necesidades, costeando cursos de formación. Y hay llantinas y
abrazos, y se me antoja que una obligada pérdida de dignidad.
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