ANDADURAS
JAPONESAS (4): MICROESPACIOS URBANOS
La
humedad multiplicaba la sensación de calor. Se agradecía que, tan pronto te
sentabas en un restaurante, sin darte
tiempo para ojear la carta, te trajesen un vaso de agua con hielo, que iban
reponiendo según la consumías. Sobre la mesa nunca faltaba, además, un paño ligeramente
mojado para limpiar las manos.
El menú ya lo conocíamos antes de entrar,
porque se exponía fuera. Aunque a menudo los nombres de los platos estuvieran
solo en japonés, no había lugar para el equívoco. En el escaparate, incluso al
aire libre, la comida te entraba por los ojos, dispuesta en fuentes y cuencos.
Recuerdo que eso me inquietó, pues dada la temperatura ambiente, podían pasarse
los alimentos, por más cocinados que estuvieran. Seguro que esas muestras no las sirven a los clientes, llegué a
pensar, y todavía se me ocurrió que tal vez, al final de la jornada, cumplida
su función de reclamos, fuesen a parar a la basura. Ideas tan peregrinas no me
abandonaron hasta que caí en la cuenta de mi error de percepción. Los manjares
que desde los recipientes que los albergaban tentaban a los viandantes no eran
reales, aunque lo pareciesen por estar en relieve. Se trataba de imitaciones
escultóricas, que reproducían con extraordinaria fidelidad el modelo.
Por cierto, qué bien se come en Japón, qué
calidad tienen los productos, cómo los preparan… Y conste que no buscamos
establecimientos de lujo. Pero hasta en un restaurancito de calle estaba todo
bueno. Había infinidad y siempre concurridísimos. ¿Cómo se las arreglarán para
estar tan delgados? A juzgar por la oferta, les gustan mucho el arroz, los
fideos y los espaguetis. Las patatas, en cambio, brillan por su ausencia. ¿Será
porque no son santo de su devoción o, por el contrario, les concederán una
exquisitez propia de las grandes ocasiones? Porque haber, las hay, que las
hemos visto en las fruterías. El pescado en sushi, pero también hecho, y las
verduras, sobre todo en tempura, son platos muy demandados. Las sopas nos
encantaban y aún me relamo con el sabor de una especie de fritos de pulpo que
vendían en un puesto callejero…
Yo al principio pedía cubiertos, por temor a
hacer el ridículo con los palillos. Pero pronto me di cuenta de que no
usarlos donde todo el mundo los utilizaba resultaba tan llamativo como nuestra
pinta, y que provenir de Occidente justificaría mi torpeza. Además, ya queda
dicho que la gente es tolerante y afable, así que nada tiene de extraño, aun
para un individuo de ordinario tan precavido como yo, que prescindiese de
cuchillo y tenedor y me pusiese a comer como es debido.
A
veces, los camareros nos sorprendían agachándose, incluso arrodillándose a
nuestro lado, para hablarnos o preguntarnos por el pedido. Así estaban al nivel
de los sentados, y no se dirigían a ellos desde arriba.
La cuenta nunca se abonaba en la mesa,
siempre en caja, y no se dan propinas. Ah, se me olvidaba: ni en restaurantes
ni en cafés vimos un solo televisor...
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