ANDADURAS
JAPONESAS: DE CUANDO EL DIFERENTE FUI YO
Nunca
había experimentado una sensación de aislamiento como la que sentí al poco de
aterrizar. Estaba en una isla, pero no era eso. Es que la isla era yo. En aquel
país de los ojos rasgados, donde dicen que nace el sol, mirara para donde mirase,
no encontraba a nadie que fuera igual a nosotros.
Montábamos en metro o en autobús urbano, andábamos
calles, curioseábamos puestos de
mercaderes, nos solazábamos en jardines y comíamos en restaurantes que nos
salían al paso o entrábamos en un museo o en un castillo, y la impresión de
singularidad se acrecentaba. Éramos distintos a cuantos nos cruzábamos, a
quienes compartían con nosotros espacio.
Y no solo físicamente. También nos
diferenciaba algo tan consustancial al ser uno mismo como el idioma, no porque
hablaran una lengua en nada parecida a la nuestra, que también, sino porque su
alfabeto y su escritura nos resultaban ilegibles, y por tanto intraducibles.
Era como si de repente no supiéramos leer, y vaya cómo separa eso a uno del
mundo.
Solo nos faltaría que quienes nos rodeaban
nos mirasen con desconfianza o simplemente con aprensión a los que no éramos
como ellos.
Pero una chica se levantó con la pretensión
de cedernos su asiento en un suburbano, y otra se prestó a guiarnos hasta el
hotel cuando nos vio bajo la luz de una farola, perplejos ante un plano de la
ciudad de Tokio.
He perdido la cuenta de cuantos nos sacaron
el billete de metro eligiendo por nosotros las monedas o la de quienes
consultaban en sus móviles direcciones que necesitábamos, con una paciencia
infinita. Y todavía hoy, pasados ya días, no sé si hicimos bien rehusando la
invitación que nos formuló un hombre, partícipe en un desfile festivo, para que
nos agregásemos a su comparsa, como uno (dos) más.
Según transcurría el tiempo, se
multiplicaban los ejemplos. Uno me impresionó de manera especial. Un señor
entrado en años, sin que le preguntáramos nada, percibiendo nuestra desolación
al no ser capaces de dar con una estación de ferrocarril, no pudiendo explicarse
sino en japonés, que no entendíamos, nos acompañó bajo un sol de fuego hasta el
lugar que buscábamos y aún nos encomendó a unos estudiantes de música para que
nos dejasen justo en el andén preciso, mandamiento que cumplieron entre
sonrisas. Practicaba un lenguaje tal vez más antiguo que el de la palabra, el
del acogimiento y la solidaridad con el otro. No sé si acertamos a
corresponderle con la emocionada gratitud que quisieron transmitirle nuestra
mirada, nuestra sonrisa.
Así, puede ser uno diferente. Gracias, japoneses.
Admirable.
ResponderEliminar¿En qué sección de PISA se valora esto?