MICRORRELATOS (IV)
Este relato, en sí mismo tal vez
irrelevante, no es de ficción porque sea inventado. Es más, sucedió lo que
dice. Pero rompe con las normas de la lógica de los afectos, trastoca de tal
modo el mundo que me resulta imposible reconocerlo, como si alguien lo hubiera recreado
para sorprenderme. La frontera que separa la realidad de la fantasía no parece,
a la luz de este caso, fija. Antes bien, la segunda se introduce a menudo en
los dominios de la primera y hace de la vida un espacio confuso.
Yo
hacía cola en la panadería, atento a que no se acabasen las minibaguetes que
apetecía. Vagamente, entreví que una señora, que iba de salida, pasaba a mi
lado. A mis espaldas, sonaron, nítidas, sus palabras:
-
Ay, cariño,
perdona, con lo que te gusta a ti el currusco... Mira que olvidarme... Toma, cielo,
ya lo siento…
Me
volví, esperando encontrar a una madre pija y a un niño antojadizo y mimosón.
Ella quizás respondiera al arquetipo. En cambio, me equivoqué al atribuirle la
maternidad de la criatura. A sus pies, se relamía, aguardando la dádiva, un
perrito blanco y retozón.
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Quiso vivir un mundo distinto, una realidad paralela a su existencia
gris. Se puso a escribir y le salió un personaje que ni siquiera veía anodina
su cotidianidad.
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Se disponía a cruzar la calle, pero el semáforo se había puesto en
rojo. Estuvo a punto de presionar el pulsador, para que el disco cambiara a
verde. Pero solo venía un coche y aún estaba lejos. Se lanzó a la calzada, sin
tocar el botón, por no forzar al conductor a detenerse. En la acera de enfrente
le abordó un guardia, y lo multó. Por comportamiento incívico, le dijo.
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“Cuántas horas de cuántos días te pasas, Albertina, en la ventana,
mirando a la calle, absorta, como si el mundo no existiera, y tú para él
tampoco”, la recriminaban familiares y amistades. No sabían que muchas transeúntes se quedarían sin más
historia que la vivida, si dejaba de fabularles a cada instante nuevas existencias.
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