UN
AUDITORIO INESPERADO
Fue
una de las actuaciones más señaladas de cuando dirigía el Colectivo de
Dramatización del IES “Ría del Carmen”, de
esas que no se olvidan.
Nos habíamos desplazado de Camargo a
Torrelavega, desde nuestro instituto al “Marqués de Santillana”, en cuyo salón
de actos, un verdadero teatro, íbamos a representar aquella tarde nueve cuentos
clásicos, a cuyos personajes pondríamos cara y daríamos voz y movimiento.
Ya en destino, lo preparamos todo para
encandilar al público. Montamos las torres de luz, dispusimos ordenadamente los
decorados, llenamos los camerinos de risas y de prisas, de las maletas salieron
vestidos de época y los músicos se aprestaron a afinar sus instrumentos. Luego
nos subimos al escenario y ensayamos para ir metiéndonos en harina, corrigiendo
errores y festejando aciertos, y comprobamos que se nos oía en la última de las
butacas. Nada que no hiciéramos habitualmente. Lo extraordinario empezó a
suceder a medida que se acercaba el inicio de la representación.
Con algo de antelación se abrieron las
puertas de acceso a la platea, pero, contra lo que solía ocurrir, no había
gente que esperase afuera ese momento. El patio escolar que había delante,
parecía, según pasaba el tiempo sin que persona alguna lo cruzase, ir
haciéndose cada vez más grande y vacío. En un momento dado, alguien que ejercía
de vigía comentó que un padre con dos niños acababa de entrar en el local. Diez
minutos después de la hora de inicio, nos convencimos de que serían los únicos
espectadores. Actores y equipo técnico multiplicábamos su número por diez.
Estaba claro que quien había organizado la
función –que no era el centro donde íbamos a actuar- había sobrevalorado la
capacidad de convocatoria de los medios de comunicación, o había supuesto que
bastaba distribuir algún programa con los datos de una muestra de teatro
escolar que se llevaría a cabo en toda Cantabria.
Nunca nos habíamos visto en una como
aquella. Yo, que dirigía al grupo, los reuní a todos, sin tener que andar en
esta ocasión detrás de ninguno para que acudiera. Delante de mí, se desplegaba
una treintena de caras adolescentes cuyas expresiones mostraban cualesquiera de
los matices imaginables que van de la perplejidad al pesar, de la decepción al
enfado. No era solo que no tuvieran la audiencia esperada, es que, para estar
allí, habían dejado de asistir al Conservatorio, o a clases de ballet o de refuerzo de alguna que
otra materia de estudio...
“En casos así, se pone a prueba la
profesionalidad”, dijo, de repente, una chica, sin darme oportunidad de hablar.
Y se produjo una transformación, fue como si todos a una hubieran encontrado
sentido a aquella tarde. “Si salís a escena –advertí yo entonces-, tenéis que
ir a por todas, como hacéis siempre, como si el patio de butacas estuviera a
rebosar...”.
Y ante los ojos de aquella única familia, el
patito feo danzó como si fuera un cisne, y de una cajita de música salió la
bailarina a enamorar al soldadito de plomo, la pequeña cerillera ofreció
fósforos a los viandantes y Cenicienta fue a la fiesta en carroza…
Casi dos horas más tarde, no sé, quizás se
trató únicamente de una sugestión, pero los aplausos de nuestros tres
espectadores se convirtieron en mis oídos en una clamorosa ovación.
Me encanta.
ResponderEliminarQué buena lección de profesionalidad amateur, que buen baño de humildad a los egos, menuda experiencia única e inenarrable si no fuera por tí, Freire, eres un fenómeno, "estas a punto de convertirte en mi héroe"
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