EL
COPILOTO
Vaya
por delante que no soy psiquiatra, psicólogo tampoco. Y que, por tanto, lo que
sigue son, más que explicaciones, solo un intento de transmitir las vivencias
que experimento cuando evoco la tragedia acaecida en los Alpes franceses.
Siento espanto al pensar en el copiloto que,
según todos los indicios, estrelló voluntariamente el avión con 150 personas a
bordo. Las investigaciones apuntan a que su actuación no fue producto de un
momento de ofuscación, sino el desenlace de todo un proceso previo.
Siempre que me subo a un avión, me vienen a
la memoria las cualidades que atribuyo a la tripulación, sobre todo a la de
cabina. Algo similar me ocurre con los cirujanos cuando ingreso en un
quirófano. Los veo casi como a seres de otro mundo, inasequibles a las
perturbaciones que a todos nos aquejan. En mi imaginario, no pueden permitirse
haber dormido mal, o agobiarse con alguna preocupación que los distraiga de su
cometido. Los supongo con la cabeza fría y el pulso firme, manifestando un
autocontrol fuera de lo común.
“Yo no valdría para piloto”, suelo decir. Y
ahora ha venido Andreas Lubitz a romper mis arquetipos.
Van saliendo a la luz datos que hablan de
depresiones, de tendencias suicidas, de su incapacidad de asumir que no podía
volar, de una personalidad narcisista malvada. Estaba en tratamiento
psiquiátrico y planeaba un gesto espectacular que todo el mundo recordaría.
Cómo pudo ser de frío para buscar en internet información sobre las puertas de
cabina que luego cerraría a cal y canto para impedir el regreso del piloto, o para
acceder al avión estando de baja médica. Para mantener inalterada la
respiración mientras encaminaba el aparato a la destrucción…
Lo que horroriza más de este desastre aéreo
es que no haya sido un accidente.
Es obvio que Andreas Lubitz no se puso en el
lugar de los 149 pasajeros y tripulantes que confiaban en él, de la gente a la
que iba a matar, o de su propia familia. O que, aun haciéndolo, le dio igual
acabar bruscamente con sus vidas, provocar un inmenso dolor en sus allegados.
Uno se pregunta qué oscuras leyes rigen a veces la conducta humana y lo peor es
que no halla respuesta.
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