miércoles, 21 de noviembre de 2012


IMPRESIONES DE UN PROVINCIANO EN LONDRES (1)


En las calles de Londres he visto que siempre hay, no importa si es de día o de noche, alguien que arrastra una maleta. Las maletas suelen ser pequeñas, de esas que caben en las cabinas de los aviones, y llevan ruedas. A eso del mediodía es muy frecuente ver a gente que, mientras camina, come, sin el más mínimo recato ni sentido del pudor. Los ingleses muy a menudo dicen sorry, casi podría pensarse que buscan ocasiones que justifiquen la pronunciación de esa palabra. A lo mejor no se tropezarían tanto si no formase parte de su vocabulario (pero esta suposición no deja de ser una maldad). Si te subes a un autobús, que son casi siempre rojos y a menudo de dos pisos, es fácil que el conductor sea negro o indio (de la India, no americano) y que aproxime tanto su vehículo al que va delante en una parada o un atasco que resulta muy difícil al viajero no prepararse físicamente para un choque inminente (o sea, exhalar un grito leve, experimentar un aumento súbito de pulsaciones, agarrarse a donde se pueda). En algún taxi, sería de tontos no regatear cuando el trayecto es largo: a nosotros nos bajaron 20 libras (de 120) para ir al aeropuerto de Stansted (volábamos con Ryanair). Por cierto que la cola para conseguir un asiento en el bus de bajo coste que nos había traído desde el citado aeropuerto a la ciudad nos hizo dudar de que estuviéramos en suelo británico, o quizás nos llevó a verificar que en todas partes cuecen habas: durante alrededor de una hora hubimos de soportar una temperatura gélida, mientras esperábamos asiento en una aglomeración bastante desorganizada. El frío de noviembre es intenso, particularmente cuando se combina con el viento racheado, que aprovecha cualquier resquicio en la vestimenta para no dejar a salvo ni el tuétano de los huesos. Viene a cuento esta digresión meteorológica porque sirve para constatar la resistencia a las bajas temperaturas que han desarrollado los nativos. En la City, por ejemplo, topamos con cantidad de ejecutivos que salían en fuga de bancos y oficinas de grandes empresas (era la hora del almuerzo frugal), muchos a cuerpo gentil, trajeados en tela fina y, algunos, a mayores, con un abriguillo corto y desabrochado. Y la piel que asomaba a las mujeres por el escote no era de gallina. Siempre he admirado en los súbditos de Su Graciosa Majestad (que enseguida tendrá su papel en esta historia) su fino sentido del humor. Desde ahora, he de añadir otro motivo más para calibrar sus méritos, esa fortaleza física que, con independencia de su envergadura, los vuelve imperturbables a las inclemencias con que castiga el cielo su atrevimiento por vivir tan en el norte. A lo mejor, pero no estoy muy convencido, es el té lo que los calienta por dentro y por eso yo, que salgo de Londres sin catarlo ni siquiera a las cinco de la tarde, andaba por allí tan aterido. Pero lo que tenía pensado contar desde el principio es que he descubierto que los ingleses hablan inglés. Esto, que a primera vista podría parecer una perogrullada, deja de serlo si se considera la aviesa intención que me guía al enunciarlo. En efecto, quiero decir que otras lenguas las ignoran o por lo menos se comportan como si no las conocieran.  Me replicarán que quién lo fue a contar, y no les falta razón, pues soy uno de esos españoles que solo  entiende a los demás en español, pero es que yo a ellos los creía más estudiados. Aunque, ahora que caigo, en su caso la falta de un interés ostensible por el bilingüismo tal vez venga dada porque su idioma ha devenido en una forma peculiar del esperanto, un medio de comunicación universal. Pese a lo que se oiga, la comida en Inglaterra es buena y variada: siempre puedes echar mano de un restaurante chino o de un italiano, por ejemplo. No hace falta dejar propina, es más, si la dejas te pasas de listo (o, más bien, de bobo), porque ya te la incluyen en la cuenta, y ronda el 12,5 % del total de la factura.
                    (Continuará...)

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