IMPRESIONES DE UN PROVINCIANO EN
LONDRES (3)
A mí, particularmente, el Soho y el barrio chino son de lo que más me ha
gustado de la ciudad. Los grandes monumentos –el Parlamento Inglés, la catedral
de San Pablo, la Torre
de Londres, la Abadía
de Westminster…- me pareció que los tenía muy vistos, como salidos de las
postales que los reproducen, y demasiado perfectos, como si hubieran sido
tratados con photoshop. Ya se sabe que a los provincianos nos pasan esas cosas.
Puede maravillarnos lo monumental, pero nos atraen como la miel a las moscas las
distancias cortas. Tenemos querencia por lo cercano, que enseguida se nos
vuelve entrañable. Siento esa proximidad en el mercado de Borrough, deambulando
a mis anchas entre productos de huerta y tenderetes de comida para consumo
inmediato, aunque también haya restaurantes cerrados, tan bulliciosos en su adentro
como lo es su afuera. Las verdulerías destacan por los cuadros que diseñan a
partir de sus hortalizas. Un tomate siempre es un tomate, pero con muchos tomates
puede el dependiente poner a prueba sus dotes artísticas. Recuerdo, todavía
extasiado, una combinación en círculo de esos frutos, de distinto tamaño y
variedad cromática (amarillentos, rojos,
verdosos...). Era imposible pasar sin detenerse y no ceder, además, a la
tentación de felicitar efusivamente a su autor. El olfato nos arrebata de una
tiendecita y nos conduce a otra, a otras, y apetecemos de todo. No hay oferta que
falte, en comida para engullir de pie o paseando. ¡Mira tú dónde fuimos a dar
con raciones de paella! (pronuncian como doble l la ll, sin experimentar
vergüenza alguna aunque hablen mal, al contrario que nosotros, siempre tan
temerosos del ridículo, prefiriendo callar a meter la pata). La bebida que nos
sale al paso es tan variada como la comida. Nunca imaginé que pudieran existir
tantas clases de zumos o que el vino lo vendieran por copas, sin que fuera en
un bar. Miel y confituras, pasteles y tartas atienden a las necesidades de los
golosos: por tentarte, te alargan una bandeja llena de exquisiteces. Los únicos
ojos que no brillan aquí de gula son los de los peces, que escenifican una
mirada fría e inexpresiva, de naturaleza muerta, desde sus cajas en las
pescaderías. Ante uno de esos establecimientos, pasamos a engrosar una cola interminable, aunque nos disuada de cualquier
queja la cara que se les pone a quienes nos preceden cuando, tras alcanzar su turno, obtienen el
preciado manjar que preparan delante mismo del público: una torta de pan muy
fina hecha cucurucho, cuyo interior encierra gambas, verdura picada, trocitos
de pescado y una salsa especiada. Con ese sustento y los ojos ahítos de ver, ya
hemos acumulado la fuerza suficiente para despegarnos de este edificio de fábrica
antigua y una sola planta a ras de suelo
y salir en procura de nuevas venturas.
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