IMPRESIONES DE UN PROVINCIANO EN
LONDRES (2)
Ser turista, aunque sea accidental, resulta agotador. No es que uno se
canse de ver, es justo lo contrario, que le entran ganas de verlo todo, para lo que debe andar el día entero. En tales circunstancias, apetecerá cada vez más el
sillón de orejas que lo esperará a la vuelta de Londres. En medio de esa contradicción constante vivo unos días, sin punto de
reposo. El Museo Británico podría serlo del mundo. Veo momias egipcias, el famoso juego real de Ur, tallas africanas, la máscara
de mosaicos azteca de Texcatlpoca... El relieve asirio de la leona herida,
incapaz de levantar sus cuartos traseros, me conmueve especialmente. De pronto caigo en la cuenta de que nada está
donde debería estar. Hasta al Partenón lo han dejado sin el friso de su
frontón, que cuelga de las paredes de una de estas salas. No acabo de entender
que, en lugar de proceder a ocultar el fruto de un expolio (de muchos
expolios), se haga de él (de ellos) orgullosa exposición pública. Me da por
acordarme de la cueva de Altamira y tiemblo con efecto retroactivo. No peroré
sobre eso en Hyde Park, subido a un cajón,
porque ese día no había nadie que lo hiciera, y no era cosa de significarse tanto. Tampoco
disponía yo de ningún cajón. Hyde Park es casi inabarcable. A lo mejor fue que
nos distrajimos mucho con las monerías confianzudas de las ardillas o admirando
árboles que desafiaban, dispersos en la amplitud del césped, cualquier sentido
de la medida, pero fueron pasando las horas y no era para quedarse extraviado
en las veredas cuando llegó la oscuridad. De noche, mejor perderse por las callecitas
del Soho, de casitas de poca altura y ambiente gay y cosmopolita. Está a tope
de restaurantes, locales para alternar y teatros, aunque también hay bombonerías
(Lo recuerdo muy bien porque entramos en una y el chocolate era exquisito y el
clavo, cuantioso). Cenamos en una pizzería, sentados ante una barra adosada a
una gran cristalera, tras la que no cesan de pasar transeúntes. Ellos nos miran
y nosotros los miramos. Como hemos leído que esta zona es hábitat del artisteo
y la bohemia, los observamos con curiosidad, y no será hasta después cuando
pensemos que tal vez sean, también, turistas (incluso alguno tenía cara de
francés). El barrio chino es otra alternativa. La única pega es pensar que, luego de visitarlo, ya no
valdrá la pena viajar a China (con las ganas que tengo), que ya está ante ti.
Lo dicen los farolillos rojos que sobrevuelan las calles, y las lavanderías,
supermercados, peluquerías, farmacias, con clientes chinos y dependientes que
también lo son. Me quedé deslumbrado viendo cómo, al otro lado de una vidriera,
unos cocineros elaboraban, a la vista de los paseantes, bolitas de carne.
Trabajaban a un ritmo vertiginoso, con limpieza y eficiencia, sin levantar la
vista (les daría algo si nos viesen, a los pasmados, escrutándolos sin disimulo
alguno).
(Continuará...)
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