Ayer, 14 de noviembre (14N), fue un día diferente a los demás.
Se me hizo extraño no entrar en el supermercado, ni detenerme ante el quiosco a
comprar el periódico, pasar de largo por la panadería, no hacer un alto para
tomar un café en una cafetería, arreglarnos con lo que había en casa.
Lo peor, cuando sucede lo malo, es hacer como si no ocurriera nada. Había
que paralizar la vida, precisamente para que no se paralice la vida: para que
no se quede parado el que todavía trabaja, o el que ya lo está pueda emprender
al fin el camino hacia alguna fábrica, colegio u hospital. O para que no acabe definitivamente
inmóvil alguno de quienes se quedan sin piso.
Me he sentido muy bien dejando de circular por las aceras para tomar la
calzada, sumando mi voz a un grito que no salía solo de las gargantas, que se
hacía también de pancartas que hablaban por quienes marchaban en silencio, de
mucho pito y mucho tambor, de tanta gente como había.
Éramos una marea humana, que avanzaba por calles y avenidas y clamaba
desde el silencio de las máquinas o las aulas y los despachos, y llevaba
consigo y dejaba tras de sí un mensaje comunal y compartido, solidario y
reivindicativo.
Los que están enfrente, del
otro lado, en las alturas, ¡qué solos se deberían de sentir! ¡O que mal
acompañados! ¿Se harán, también, los sordos, para no escuchar y cambiar el
rumbo?
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