ÚLTIMAS IMPRESIONES DE UN
PROVINCIANO EN LONDRES
En Canden Market, paseamos una
calle de casas bajas, todas comercios. Es muy larga y se abre a numerosas
bocacalles, llenas de tenderetes. Los puestos se multiplican aún más en el
interior de ciertos edificios o en algún recinto sin techar. La intrahistoria
londinense nos sale de nuevo al encuentro, mayormente en forma de ropa (de
segunda mano, de imitación, artesanal...) y gente, mucha, en busca de algún
chollo. En procura de emociones fuertes, nos metemos en una tienda gótica.
Procuramos no hacer gestos ostensibles de sorpresa, por no llamar la atención.
Era como si estuviésemos en un teatro y nos reserváramos el papel de
espectadores. Sin embargo, no pudimos evitar ser nosotros los actores. La pinta
extravagante era la nuestra, tan fuera de lugar que, por rara, concitaba el
interés del público. En el Globe, en
cambio, la que actuó fue la guía. Mientras ella peroraba en inglés, centré mi
atención en ver el local con solo mis ojos. Es una reconstrucción tan perfecta
del teatro original que por momentos siento a
Shakespeare sentado en la grada a mi lado, y me imagino mirando lo que
él miró. Cuando mi grupo se alborota, supongo que me pierdo algo interesante y
entonces atiendo a la mímica de nuestra cicerone y descubro detalles que me
habían pasado inadvertidos (también es posible que recree lo que dice, o sea,
que me lo invente). Procuro sonreír y asiento, como hace el resto, más que nada
por no desairarla. Me prometo releer “Hamlet” tan pronto llegue a casa. No
obstante, a algún amigo moderno le hablaré de la Tate Modern. Es admirable
esa central hidroeléctrica reconvertida en museo, se pierde uno en su
inmensidad, y no solo físicamente. Yo, al menos, también me quedo desorientado
ante algunas obras expuestas, no sé darles el mérito que deben de tener para
estar ahí, es más, me choca que estén ahí. El palacio de Buckingham sí se
encuentra en su lugar. Allí los equivocados somos nosotros y la multitud que
nos flanquea. Si no fuera porque hemos visto al gentío agolpado ante las verjas
y consultando el reloj, no hubiéramos supuesto que iba a producirse el relevo
de la guardia real y nos habríamos ahorrado media hora de espera vana al frío
de noviembre. Ya podía Su Graciosa Majestad haber ordenado al personal de servicio que advirtiese al público
expectante que no tocaba hoy el ceremonial de bailoteo y vocerío con que unos
soldados ceden su puesto a otros … Tentado estuve de presentar una queja en la sede de nuestra legación diplomática.
Solo me contuvo recordar que el embajador es Federico Trillo. No es santo de mi
devoción y sabía que, si me acercaba por allí, sería incapaz de callar mi
desagrado con que ejerza ese cargo. Y no era plan, porque en el empeño casi
seguro que perdía el avión de vuelta.
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