MUNIELLOS, GUARDIÁN DE SUEÑOS (SEGUNDA
PARTE)
¡Si se nos apareciera el oso...!
El guarda del bosque de Muniellos acababa de decirnos que le había desbaratado
las colmenas en cinco ocasiones y noté en la mirada de Beatriz lo mismo que
ella debía de estar percibiendo en la mía, la esperanza de que aquel día nos
deparase un encuentro afortunado. No queriendo retrasar un punto esas
expectativas, nos adentramos en la fronda. Enseguida todo fue un pasillo
alfombrado de hierba, mullido por hojas amarillas, sinuoso entre una vegetación
desbordante. Desde entonces, siempre nos sentimos en compañía de los árboles.
A veces, unían sus ramas en la altura para formar una bóveda sombría y
húmeda, y demorábamos el paso y experimentábamos una agradable sensación de
frescura. Verdaderas esculturas vivientes, asimilables a seres existentes,
unas, o caprichosas concesiones a la imaginación, las más, salían de la
espesura a retener nuestra prisa. La figura decadente de algún tronco seco nos
remitía a la herida del rayo, en una noche de resplandores y bramidos.
Como contrapunto a esa feracidad, aparecían de cuando en cuando calveros
de piedras, recalentados por el sol y estériles. Pero enseguida el bosque
volvía por sus fueros y lo invadía todo, dejando solo libre la senda, y con
reparos, pues árboles caídos obstaculizaban el camino y nos obligaban a
practicar rudimentarias escaladas.
Atravesamos elementales puentes de madera. Desde uno de ellos, que solo
ofrecía como soporte para manos y pies dos travesaños paralelos y aéreos,
Beatriz orientó mis ojos hacia el riachuelo, casi sedentario bajo nuestras
figuras colgantes: la silueta de una trucha se dibujaba, huidiza, sobre el
lecho de arena.
Fuimos subiendo alturas y perdiendo sombra. Ya muy arriba, la vista
ganaba en profundidad y lejanía. Un manto de robles crecía como hierba,
reverdeciendo laderas, valles, lomos de montañas que se sucedían hasta más allá
del horizonte.
La primera laguna nos sorprendió tras una revuelta del sendero. Surgió
sin previo aviso, cobijada en la base de un circo rocoso, embellecida por una
pequeña isla verde. Creo recordar que en sus aguas calmas flotaban nenúfares.
Nos dejamos caer en un espacio libre de arándanos y, mientras comíamos
frugalmente, yo traté de poblar la soledad de aquel paraje con relatos
legendarios de osos merodeadores, de ciervos que braman su celo, de manadas de
lobos al acecho.
Describía con un entusiasmo
matizado por la fatiga cuando observé que los ojos de Beatriz se mantenían
abiertos únicamente por un denodado esfuerzo de su voluntad. Entonces recordé
lo aprendido en una de las coplas andaluzas de la rueda. Por si estaba soñando
conmigo, la acuné con mi silencio y la dejé dormir.
NOTA- Ojo, nadie entra en Muniellos sin autorización escrita.
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