DE HOMENAJES
Con motivo de la celebración del Día del docente, la Consejería de Educación
cántabra me ha invitado a un acto. En su transcurso, es esperable que se nos
dediquen unas palabras a quienes nos hemos jubilado en 2012. Yo no pienso
asistir.
A veces, hay quien grita mi nombre desde el interior de un coche que
pasa, o asoma una mano por la ventanilla diciéndome adiós. Será algún ex alumno
de mis cuarenta últimos años, pienso.
Otras veces, no ha lugar para la conjetura, porque se me paran enfrente y me
saludan, o leo en la pantalla del ordenador sus e-mails, que llevan firma.
Esos reencuentros fugaces tienen para mí un gran valor. En cualquiera de
esos gestos late un calor humano, traen
consigo el recuerdo de momentos compartidos y no olvidados. Veo que han sentido
mi cercanía, como yo viví la suya, que algo he aportado a sus jóvenes
biografías, más allá de que elegir se
escribe con g, o de que siempre
valdrá la pena leer un libro.
Es la sintaxis de los afectos, y la percibo, más allá de las palabras
con que se manifiesta, como un reconocimiento. Ese es para mí el mayor de los
homenajes. El de la
Consejería de Educación me parece, en cambio, meramente
protocolario o, todavía peor, un contrasentido en sí mismo: pretende
agradecernos que hayamos destinado buena parte de nuestras vidas e ilusiones a
aquello que justamente se está deteriorando merced a sus medidas.
Conmigo que no cuenten, pues, en sus previsibles
ditirambos y parabienes.
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