Tardaba en aparecer el preciado
tubérculo en este recetario hecho de platos de tiempos pretéritos, pero helo
aquí, al fin. A mí me gusta de cualquier manera que se cocine, por primitiva
que sea, como la que me dispongo a ofreceros.
Mi infancia no transcurrió en un patio de Sevilla, como la de Antonio
Machado, sino en una calle sin asfalto. No es que viviéramos debajo de un
puente, pero el tiempo de los pequeños transcurría, mayormente, al aire libre.
Recuerdo, cerca de nuestra casa, un campo donde las mujeres extendían la
ropa para que se orease al sol. La sujetaban con piedras y, de cuando en cuando,
nos mandaban que la salpicásemos con agua para que clareara. También estaba
próximo el secadero de pieles, que olía de muerte. Y había una leira, un
terreno de cultivo, donde sembraban patatas.
Aún me
acuerdo de las que asábamos al fuego. Primero teníamos que hacernos con ellas,
claro. Éramos como los pájaros, siempre pendientes de los aconteceres
naturales, para ver qué provecho podíamos sacarles. La lluvia, por ejemplo,
llenaba de agua el cauce seco de un arroyo y nos ofrecía la oportunidad de
lanzar a la corriente barquitos de papel, o experimentar con lo que ocurría si
le cegábamos el paso con una presa improvisada.
Con todo, el momento más esperado era el de la recolección de la patata.
A nuestros quehaceres habituales sumábamos entonces el control de los campesinos,
que sachaban con un azadón la leira para extraer el fruto de la tierra. No nos
interesaba tanto lo que hacían como cuándo darían término a aquella labor ardua.
Sabíamos que a su celo, por mucho que fuera, escaparían algunas unidades, y
abandonar ellos el campo y entrar nosotros eran actos casi simultáneos. Las que
no habían visto, las localizábamos en una subrepticia y minuciosa rebusca, que
no concluía hasta que nuestro zurrón rebosaba.
Encima de una fogata, en un lugar recogido de la calle, colocábamos una
losa fina de piedra, la misma que habíamos escondido entre matojos el año
anterior. Sobre la superficie de tan precario hogar, disponíamos nuestro botín,
tal cual, o sea, con monda y sin condimento alguno.
El aroma que desprendían al cabo de unos minutos, y la poca paciencia
que teníamos, ponían final al proceso de preparación. Entonces, sin protocolo
alguno, daba comienzo uno de esos festines que nunca se olvidan.
Ya al llegar a casa, a nuestras madres las
sorprendía el olor a humo que se desprendía de nuestra ropa y, sobre todo, que
no tuviéramos ni pizca de hambre...
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