Iba encima de una mula de buena
alzada, por una carretera que, no siendo por el asfalto, pasaría por vereda, de
puro estrecha y polvorienta. Como única impedimenta, llevaba consigo un
bocadillo y una bota de vino, y, en original contrapunto, una guadaña,
cuyo dalle, afilado, brillaba a la primera luz de la mañana.
A un costado de la vía, una construcción de una sola planta le salió al paso, y un sujeto con ínfulas le
dio el alto. La caseta era la de todos los días, de apenas una habitación y con
una ventana a cuyo través se vislumbraba un interior de paredes desconchadas,
una mesa y una silla cojitranca. El individuo, por contra, presumía de la
prestancia que faltaba al edificio y lucía uniforme de estreno reciente, muy
bien planchado. La gorra de plato oscura, con una chapa sobre la visera, lo
identificaba como consumero. Era el encargado de cobrar tributos a quienes se
dirigían a la ciudad para vender su exigua mercadería. Estaba al cargo del
fielato, el puesto de control alojado en lo que era poco más que una choza.
Observó el jinete que no se trataba del funcionario habitual. Este era
nuevo y más estirado que el anterior. Inspeccionó la montura y detuvo la mirada
en la bota colgada del hombro del personaje que, sin descabalgar, lo miraba.
Enseguida le requirió un gravamen de varios céntimos de impuesto.
“Por el vino”, alegó.
“Voy a segar un prao, un poco más allá. El vino es para acompañar al
almuerzo”, respondió el hombre, cuando consiguió recuperarse de la sorpresa que
le produjo el insólito requerimiento.
“Pues si no paga el arbitrio, no pasa”, sentenció el otro.
No se achantó el labrador, y comenzó allí una interminable porfía, con el
uno reafirmándose en sus razones y el contrario en su exigencia, que acompañaba
con amenazas cada vez menos veladas de requisarle la bebida.
Finalmente, el paisano anunció que continuaría ruta con el vino y sin
cotizar, advertencia que, lejos de aplacar el celo del guarda, lo encendió aún
más. El exceso administrativo iba camino de transformarse en asunto personal.
Fue
entonces cuando el segador liberó su hombro de la bota y, enseguida, a esta del
vino, por el expeditivo procedimiento de ingerirlo, con una parsimonia que
fácilmente se confundiría con delectación. Luego espoleó a su cabalgadura y se
perdió en un recodo. Rieron los circunstantes y rabió el funcionario, que,
perdido todo argumento, hubo de darse por derrotado.
Adenda: Quien me contó en su día esta historia
la situó en Cancienes, un pueblecito asturiano próximo a Avilés, en fecha imprecisa,
si bien en pleno franquismo. Parece que poco enseña, como no sea a reír. Pero
también a no aceptar lo establecido por el mero hecho de serlo, a enfrentar, al
capricho y el abuso, el derecho a rebelarse. Mejor no echarlo en saco roto.
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