sábado, 19 de octubre de 2013

CREMA DE CASTAÑAS (Y TARTA, EN SU CASO)

Es la castaña un perfecto trampantojo de la naturaleza. Recién caída del árbol, semeja un erizo que poco puede ofrecernos, salvo el recuerdo doloroso de sus púas. Pero bajo esa lastimosa catadura, esconde un fruto con nombre de color, así de llamativa es y de bella su corteza. Y desde muy antiguo aprendimos a remediar el dolor del hambre con su auxilio.
   Molidas, tras secarse en un horno y ser mondadas, fueron las castañas harina de otro costal. Se hicieron, entonces, pan que alivió necesidades de pobres, cuando la patata  vivía, aún, solo en América.
   En mi casa, mientras duraba el Carnaval, las cocían  junto con unos granitos que eran anises. Luego las ensartaban con una aguja en un collar que nos colgábamos del cuello, como un aditamento más de nuestro disfraz. Tan originales cuentas no tardaban en desaparecer, pues, si las valorábamos como adorno, más todavía las apetecíamos como alimento. Aún recuerdo cómo tirábamos de ellas para sacarlas de la gargantilla hasta que el hilo, sajando su carne, nos las dejaba en la mano.
    ¡Tantas veces me he dejado arrastrar, en fin, por un aroma inconfundible que, a través de calles y plazas, conduce indefectiblemente al carrito donde las venden en un cucurucho de papel, que es, también, calentador de manos en invierno!
   Pero me faltaba en esta hagiografía la receta de un postre, y ya la tengo, que mi prima Socorro me la ha proporcionado.
   Pongamos medio kilo de castañas y quitémosles la primera capa de piel que las recubre. Hacer lo mismo con la telilla que viene después requiere mayor esfuerzo, pues para afrontar esa tarea han de hervirse durante unos minutos. Luego de repeladas, quedan blancas como el marfil. Las aguardan de nuevo agua y fuego, hasta que cuezan. De la cazuela han de ir al escurridor y, más pronto que tarde, y sin que cedamos a la tentación de llevarnos alguna a la boca, al pasapurés. Resultará una crema, que se completará con seis yemas de huevo batidas y se endulzará con otras tantas cucharadas de azúcar. Es manjar al que conviene el frío.
   Otra cosa sería añadir a la pasta, sin que pasara por la nevera, las claras a punto de nieve, dos cucharadas rasas de harina y u sobrecito de levadura royal, mejunje que habría de hornearse. Solo que, en tal caso, os encontraríais con un bizcocho. Tampoco os daría pesar. 

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