CREMA DE CASTAÑAS (Y TARTA, EN SU
CASO)
Es la castaña un perfecto
trampantojo de la naturaleza. Recién caída del árbol, semeja un erizo que poco
puede ofrecernos, salvo el recuerdo doloroso de sus púas. Pero bajo esa
lastimosa catadura, esconde un fruto con nombre de color, así de llamativa es y
de bella su corteza. Y desde muy antiguo aprendimos a remediar el dolor del
hambre con su auxilio.
Molidas, tras secarse en un horno y ser mondadas, fueron las castañas harina
de otro costal. Se hicieron, entonces, pan que alivió necesidades de pobres, cuando
la patata vivía, aún, solo en América.
En mi casa, mientras duraba el Carnaval, las cocían junto con unos granitos que eran anises. Luego
las ensartaban con una aguja en un collar que nos colgábamos del cuello, como
un aditamento más de nuestro disfraz. Tan originales cuentas no tardaban en
desaparecer, pues, si las valorábamos como adorno, más todavía las apetecíamos
como alimento. Aún recuerdo cómo tirábamos de ellas para sacarlas de la
gargantilla hasta que el hilo, sajando su carne, nos las dejaba en la mano.
¡Tantas veces me he dejado arrastrar,
en fin, por un aroma inconfundible que, a través de calles y plazas, conduce
indefectiblemente al carrito donde las venden en un cucurucho de papel, que es,
también, calentador de manos en invierno!
Pero me faltaba en esta hagiografía la receta de un postre, y ya la
tengo, que mi prima Socorro me la ha proporcionado.
Pongamos medio kilo de castañas y quitémosles la primera capa de piel
que las recubre. Hacer lo mismo con la telilla que viene después requiere mayor
esfuerzo, pues para afrontar esa tarea han de hervirse durante unos minutos. Luego
de repeladas, quedan blancas como el marfil. Las aguardan de nuevo agua y fuego,
hasta que cuezan. De la cazuela han de ir al escurridor y, más pronto que tarde,
y sin que cedamos a la tentación de llevarnos alguna a la boca, al pasapurés.
Resultará una crema, que se completará con seis yemas de huevo batidas y se
endulzará con otras tantas cucharadas de azúcar. Es manjar al que conviene el
frío.
Otra cosa sería añadir a la
pasta, sin que pasara por la nevera, las claras a punto de nieve, dos
cucharadas rasas de harina y u sobrecito de levadura royal, mejunje que habría
de hornearse. Solo que, en tal caso, os encontraríais con un bizcocho. Tampoco
os daría pesar.
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