QUINCE AÑOS DE
ESCENARIO
Algo tiene el teatro de inexplicable. ¿Cómo
justificar, si no, que entre treinta y cuarenta estudiantes de bachillerato
vengan participando cada curso, y este es el decimoquinto, en el Colectivo de
dramatización del IES 'Ría del Carmen'? No obtienen recompensa académica alguna
por ese esfuerzo y, sin embargo, le dedican los recreos y tres horas de las
tardes de los lunes, incluso días de vacaciones. Y ese número, ya abultado, se
duplicaría fácilmente si se atendieran las demandas de los alumnos de la ESO , que de forma reiterada
han solicitado su incorporación al grupo, o las de quienes, culminados sus
estudios, abandonan el instituto.
¿Será el valle de Camargo un vivero de
artistas? Sin duda lo es. Pero no en mayor medida que, por ejemplo, en el norte
de Cáceres, el Campo Arañuelo o la ciudad de Plasencia, donde, en los IES
'Augustóbriga' y 'Valle del Jerte', llevé a cabo durante años similares
experiencias, con resultados parecidos. Me apresuro a negar que sea yo el
encantador de serpientes, o el flautista de Hamelin (imagen, esta última, que
tal vez venga mejor al caso). Por el contrario, reclamo mi papel de ofidio
hechizado, el de uno más de los niños encandilados por la melodía del cuento. Y
me pregunto qué música nos arrastra, a estos estudiantes, a mí mismo, cuál es
el encanto del teatro.
Es un arte social, una forma de relación. En
el escenario, el personaje que interpretamos entra en contacto con otros, es un
acorde que precisa de los demás para ser tocado. Sobre las tablas, nadie puede
aislarse. Todos estamos en comunión, existimos en referencia a aquellos con
quienes compartimos protagonismo, vivimos pendientes de ellos, como ellos de
nosotros. Y esa interdependencia ya se ha experimentado con anterioridad, no
sólo en la ficción, también en el terreno de lo real, todavía lejos de los
focos. Durante los ensayos, no sólo preparamos la representación. Nos hemos
reído, dimos ánimos o los recibimos, festejamos hallazgos, corregimos errores.
Fuimos todos uno. Ese ser grupal es uno de los encantos del teatro: la
compenetración que se exige, los lazos tan fuertes que se crean.
Pero, además, con el arte dramático
recuperamos el juego, ese entretenimiento perdido de la infancia. Dotamos de
sentido lúdico a la existencia. Al teatro vamos a pasarlo bien. Esa es tal vez
la primera máxima, si es que hay máximas: divertirse con lo que hacemos. Como
los niños o los poetas, nos volvemos gozosamente transgresores. Para ellos no
hay nada imposible Traspasan sin esfuerzo la línea que separa la realidad de la
fantasía. Algo de eso hacemos también los actores, las actrices. Al romper los
límites con que lo vemos, el mundo se anchea y se transfigura. Como si
estuviéramos en posesión de la varita mágica de las hadas, descubrimos nuevas
dimensiones, trastocamos la cotidianidad para entrar en un universo diferente.
Y damos pábulo a nuestra creatividad, alas a nuestra imaginación. Oímos cómo
crecen en nosotros nuevos seres, nuevas situaciones.
Actuar es emprender un viaje que nos aleja
de nuestro entorno. Las fronteras que dejamos atrás al subir al escenario no
son geográficas, o no son geográficas tan sólo (también inventamos espacios).
Afectan al 'yo' de cada uno, son personales. En esa distancia que media entre
cada uno de nosotros y el papel que interpretamos, reside buena parte del
hechizo. Vivimos otras vidas. Atrás quedan, se diluyen en cada palabra que
pronunciamos, en cada gesto, las preocupaciones habituales, los deberes, el
tedio.
Que dejemos el yo nuestro de cada día no
implica, sin embargo, que nos instalemos en el nirvana. A la agitación del
mundo que está fuera del escenario no lo sustituye, dentro, el sosiego de la
nada. La felicidad que sentimos al culminar la actuación no está emparentada
con una sensación de perezoso abandono. Más bien tiene que ver con la relajación
que sucede a tensiones previamente acumuladas. Se hace bueno el dicho de que
llega la calma tras la tempestad. Superamos miedos, nos vaciamos de agobios, exorcizamos
a nuestros demonios. Disfrutamos de haber sido capaces. Después de tanto
esfuerzo, un descansado alivio nos invade, nos conmueve y nos hace desear que llegue
cuanto antes la próxima representación.
Por un tiempo, nos hemos sentido el centro.
En la disposición material del teatro, las butacas se orientan hacia el
escenario, y también la luz diferencia espacios, nos destaca, nos saca fuera
del común, que está a oscuras. Todo ha sido planeado para que cientos de
miradas converjan en nosotros. Tomamos conciencia de nuestro ser, de nuestra
importancia, de nuestro valer...
Así que preguntarse, como hacíamos al
principio, por qué tantos estudiantes acuden, año tras año, en el I.E.S. 'Ría
del Carmen' a la llamada del teatro, no deja de ser una pregunta retórica. Lo
verdaderamente extraño sería que no vinieran.
Aclaración- El “Diario Montañés” publicó este artículo
en febrero de 2011. En 2012, me jubilé. Desde entonces, haciendo bueno lo que
aquí se dice sobre el teatro, y con nueva dirección, el Colectivo de
Dramatización sigue su andadura. ¡Larga y fructífera vida!
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