MAL
EMPEZAMOS (O SEGUIMOS)
Vi en la televisión a la policía parando a una chica en una calle de Madrid. Le
dan el alto porque lleva, prendida en la camisa, una minúscula insignia
republicana, de metal. Si no se desprende de ese aditamento, no puede pasar.
Poco después, en el mismo programa, oigo a la delegada del Gobierno en esa
comunidad autónoma reconocer que pudo algún agente subir voluntariamente (¿?) a alguna vivienda para solicitar a sus
inquilinos que retirasen de su balcón la referida enseña, en esta ocasión de
tela y de tamaño mayor. Habían sucedido
ambos hechos el día de la proclamación
del nuevo monarca. También ocurrieron otras cosas, estas solo fueron la guinda
que coronó (¡cuán traicionero es a veces el lenguaje!) el pastel.
Empecemos por el principio. Exhibir una bandera
de la República es una señal de identidad que se desea compartir con los demás,
un indicador de lo que opina quien la muestra. Somos lo que pensamos, y en esa
medida censurar una manifestación de nuestra ideología implica no dejarnos ser
nosotros mismos, cercenar la personalidad, negar la individualidad. Es propio
de regímenes o actitudes dictatoriales actuar de ese modo. Está en juego algo
tan esencial en una democracia como la libertad de expresión.
Se ha dicho, por otra parte, que el problema
residía en el día, que no era momento para semejantes alardes, y menos en el
centro de la capital, donde desfilaría la comitiva real. No deja de ser un
pobre argumento, que podría volverse fácilmente del revés. Resulta obvio que
la oportunidad la pintaban calva para
visualizar que no toda la ciudadanía es monárquica, que existen disidencias en
cuanto a la forma de Estado que se prefiere. Algo incómodo para quienes desean
que impere una imagen tan uniforme como falsa de nuestra sociedad.
Se ha llegado a argüir que la presencia de
esos símbolos constituía una provocación. Pero ¿alguien puede sentirse molesto
o irritado porque otro exteriorice ideas contrarias a las suyas? Pues ese, y no
el que manifiesta su desacuerdo, debería ser merecedor de la sanción pública.
La democracia casa mal con la intolerancia y el rechazo de la pluralidad que
esta trae consigo. Y a las autoridades compete velar por el derecho de todos, y
no solo por el de algunos, sean estos muchos o pocos. Claro que a lo mejor es a
ellas a quienes perturbó esa
reivindicación republicana.
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