miércoles, 25 de junio de 2014

MAL EMPEZAMOS (O SEGUIMOS)

Vi en la televisión a la policía parando a una chica en una calle de Madrid. Le dan el alto porque lleva, prendida en la camisa, una minúscula insignia republicana, de metal. Si no se desprende de ese aditamento, no puede pasar. Poco después, en el mismo programa, oigo a la delegada del Gobierno en esa comunidad autónoma reconocer que pudo algún agente subir voluntariamente (¿?) a alguna vivienda para solicitar a sus inquilinos que retirasen de su balcón la referida enseña, en esta ocasión de tela y de tamaño mayor.  Habían sucedido ambos hechos  el día de la proclamación del nuevo monarca. También ocurrieron otras cosas, estas solo fueron la guinda que coronó (¡cuán traicionero es a veces el lenguaje!) el pastel.
   Empecemos por el principio. Exhibir una bandera de la República es una señal de identidad que se desea compartir con los demás, un indicador de lo que opina quien la muestra. Somos lo que pensamos, y en esa medida censurar una manifestación de nuestra ideología implica no dejarnos ser nosotros mismos, cercenar la personalidad, negar la individualidad. Es propio de regímenes o actitudes dictatoriales actuar de ese modo. Está en juego algo tan esencial en una democracia como la libertad de expresión.
   Se ha dicho, por otra parte, que el problema residía en el día, que no era momento para semejantes alardes, y menos en el centro de la capital, donde desfilaría la comitiva real. No deja de ser un pobre argumento, que podría volverse fácilmente del revés. Resulta obvio que la  oportunidad la pintaban calva para visualizar que no toda la ciudadanía es monárquica, que existen disidencias en cuanto a la forma de Estado que se prefiere. Algo incómodo para quienes desean que impere una imagen tan uniforme como falsa de nuestra sociedad.

   Se ha llegado a argüir que la presencia de esos símbolos constituía una provocación. Pero ¿alguien puede sentirse molesto o irritado porque otro exteriorice ideas contrarias a las suyas? Pues ese, y no el que manifiesta su desacuerdo, debería ser merecedor de la sanción pública. La democracia casa mal con la intolerancia y el rechazo de la pluralidad que esta trae consigo. Y a las autoridades compete velar por el derecho de todos, y no solo por el de algunos, sean estos muchos o pocos. Claro que a lo mejor es a ellas a quienes perturbó esa  reivindicación republicana.

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