NATURALEZA
SALVAJE EN ASTURIAS
Hay
momentos en que a uno le entra la tentación de creer en lo increíble. Sobre
todo, cuando se tiene al alcance de los ojos. No lo vieron en esta ocasión los
míos, sino los del fotógrafo Eric Paussin, que, además de presenciarlo, lo
grabó. Así, consiguió que el prodigio nos tuviera a todos como espectadores.
Sucedió en el parque asturiano de Somiedo,
donde estuve muchas veces, sin que me alcanzara la fortuna de toparme con algo
tan insólito. Yo me imagino al documentalista francés escondido, porfiando por
volverse invisible, tembloroso de emoción tras su cámara, con la respiración
contenida, apurando el zoom, porque no se concebiría algo así sin que mediara
distancia entre él y su objetivo.
Encontrarse con un oso en estado salvaje es
casi imposible, por mucho que en su busca se patee la Codillera Cantábrica,
donde habita. Únicamente muy de tarde en tarde nos regala la huella de su paso,
si el viento o la lluvia no la han borrado y si sabemos leerla en tierra o en
la corteza de los árboles. Pero Eric Paussin sí dio con un ejemplar a primeras
horas de una mañana primaveral. Y, encima, el animal no estaba solo.
En la filmación se aprecia un paraje que
haría las delicias de aquel Fray Luis que huía del mundanal ruido, con un monte
bien poblado de espesura y un riachuelo que a su paso todo lo vuelve verde. Para
que nada idílico faltara, se oían el sonido de la corriente y
cantos de pájaros.
El plantígrado se movía en torno a un ciervo
muerto, pero no comía con sosiego. Próximos, tres lobos de buen tamaño aguardaban,
tensos. Si divisar a una de estas criaturas legendarias es maravilla,
tropezarse con ambas debe ser el acabose. No sé cómo no se le cayó la cámara de
las manos al reportero o cómo él mismo no dio con su cuerpo en tierra.
El
oso se acercaba a veces a los cánidos salvajes. No lo hacía con un trote
amenazador, ni parecía agresivo. Pero esta opinión tranquilizadora no la
compartían sin duda los lobos, que no las tenían todas consigo y ponían pies en
polvorosa, aunque no tardasen en retornar e iniciar alguna maniobra para
llevarse alguna tajada de la presa, a fin de cuentas ellos le habían dado caza
aquella noche.
Antes de abandonar lo que quedaba del
cadáver, todavía observamos cómo el oso, precavido, entierra esos restos. Es
trabajo que hace en balde, pues sus oponentes, en viendo que el campo está
libre, excavan y se sacian, al fin.
No es, sin embargo, todavía, el desenlace de
esta historia. Del aire, llegan carroñeros alados, que son en principio
cuervos, y enseguida un alimoche y buitres leonados, que montan su habitual
trifulca por hacerse con los últimos desechos. Entonces vuelve a suceder lo
inesperado, porque entre ellos se destaca la desmedida figura de uno negro, una
extraordinaria rareza en estos paisajes.
Cuánta vida cabe en un ciervo muerto...
P.D.
No quiero privaros del enlace que da fe de tanta maravilla:
http://youtu.be/lmxgq62cYeM
Lo había visto. Me sorprendió la ingenuidad del oso intentando un enterramiento a medias. Y lo pacientes y listos que son los lobos.
ResponderEliminarPrecioso comentario, Juan Manuel. Y ese pobre oso tan flaco...
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