ÉBOLA EN ESPAÑA
Todos los años, en el último
instituto donde trabajé, se repetía el mismo ceremonial. Un día cualquiera, nos
sorprendía una sirena sonando de continuo. Entonces interrumpíamos la clase y
abandonábamos ordenadamente las aulas. Recuerdo que dejábamos libros y
mochilas, incluso prendas de abrigo, por no retardar la marcha. El profesor
velaba por que no quedasen ventanas abiertas y apagaba la luz si estaba
encendida y, si era el último de su pasillo, debía comprobar, además, que nadie
estuviera en los servicios. Cada zona tenía asignada una línea de salida, y
había que ir en fila india y pegados a
una de las paredes. Ya fuera, nos dirigíamos a las pistas deportivas y
cada docente verificaba que estaban todos sus alumnos. El proceso se remataba
con unas palabras del responsable del desalojo, que nos informaba de si se había detectado algún error. Ese ritual se
repetía tres veces cada curso.
Me ha venido esto a la memoria a cuenta de lo sucedido con el protocolo
seguido con el ébola. Esa enfermedad acaba de llegar a España, tras la
repatriación de dos misioneros que la padecían y que fallecieron pese al
tratamiento que se les dispensó. No voy
a entrar ahora en si fue oportuno traerlos o si hubiera sido preferible trasladar
a donde estaban a un equipo que los atendiera in situ, a ellos y a otros afectados. Quiero hablar sobre la
formación que se impartió aquí a los profesionales para enfrentarse a casos
como esos. Ellos mismos la han calificado de insuficiente. Se les dio una
charla de cuarenta minutos, cuentan. Y yo me he acordado de cómo se nos
preparaba al personal y al alumnado para desalojar el centro si sobrevenía un
incendio o alguna eventualidad similar, y he sentido como un escalofrío.
Por informaciones de prensa y declaraciones de sanitarios, sabemos que el
momento más delicado para la prevención es el de vestirse o, sobre todo,
quitarse el traje que impermeabiliza e
impide el contagio cuando se entra en contacto con el enfermo. Cualquiera
pensaría que, a fin de evitar errores que pudieran resultar fatales, se
sometería a los trabajadores a un entrenamiento exhaustivo, con ensayos
reiterados, que, controlados por expertos, corrigiesen fallos. Cualquiera, a lo
que parece, menos los máximos responsables de velar por la salud de ese
personal y de la población en general. ¡Qué lejos quedan los cuarenta minutos
que les dieron de las dos semanas que, según un médico español que combate al
ébola en Sierra Leona, dedican allí a tales menesteres!
Otra cosa es si los trajes eran los adecuados, o el control externo del
proceso de vestirse o desvestirse resultaba suficiente. Y una cuestión
inquietante más: dados los avatares por los que pasó la auxiliar de enfermería
infectada, antes de ser ingresada en el Carlos III, ¿se había preparado al
conjunto del personal sanitario para actuar contra el ébola ante el más mínimo
síntoma que presentase quien hubiera entrado en contacto con él? ¿Cómo se explica, entonces, que se la
derivara a un ambulatorio o a un hospital no especializado? ¿o que la
trasladase a este una ambulancia carente de medidas de aislamiento y que, para
mayor inri, continuó recogiendo después a otros pacientes?
Lo peor quizá no sea la evidencia de que el ébola ya está aquí, sino
esta sensación de ineptitud que percibimos, y no, precisamente, en los
trabajadores de la sanidad, que son los primeros paganos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario