viernes, 10 de octubre de 2014

ÉBOLA EN ESPAÑA

Todos los años, en el último instituto donde trabajé, se repetía el mismo ceremonial. Un día cualquiera, nos sorprendía una sirena sonando de continuo. Entonces interrumpíamos la clase y abandonábamos ordenadamente las aulas. Recuerdo que dejábamos libros y mochilas, incluso prendas de abrigo, por no retardar la marcha. El profesor velaba por que no quedasen ventanas abiertas y apagaba la luz si estaba encendida y, si era el último de su pasillo, debía comprobar, además, que nadie estuviera en los servicios. Cada zona tenía asignada una línea de salida, y había que ir en fila india y pegados a  una de las paredes. Ya fuera, nos dirigíamos a las pistas deportivas y cada docente verificaba que estaban todos sus alumnos. El proceso se remataba con unas palabras del responsable del desalojo, que nos informaba de si  se había detectado algún error. Ese ritual se repetía tres veces cada curso.
   Me ha venido esto a la memoria a cuenta de lo sucedido con el protocolo seguido con el ébola. Esa enfermedad acaba de llegar a España, tras la repatriación de dos misioneros que la padecían y que fallecieron pese al tratamiento que se les dispensó. No voy a entrar ahora en si fue oportuno traerlos o si hubiera sido preferible trasladar a donde estaban a un equipo que los atendiera in situ, a ellos y a otros afectados. Quiero hablar sobre la formación que se impartió aquí a los profesionales para enfrentarse a casos como esos. Ellos mismos la han calificado de insuficiente. Se les dio una charla de cuarenta minutos, cuentan. Y yo me he acordado de cómo se nos preparaba al personal y al alumnado para desalojar el centro si sobrevenía un incendio o alguna eventualidad similar, y he sentido como un escalofrío.
   Por informaciones de prensa y declaraciones de sanitarios, sabemos que el momento más delicado para la prevención es el de vestirse o, sobre todo, quitarse el traje que  impermeabiliza e impide el contagio cuando se entra en contacto con el enfermo. Cualquiera pensaría que, a fin de evitar errores que pudieran resultar fatales, se sometería a los trabajadores a un entrenamiento exhaustivo, con ensayos reiterados, que, controlados por expertos, corrigiesen fallos. Cualquiera, a lo que parece, menos los máximos responsables de velar por la salud de ese personal y de la población en general. ¡Qué lejos quedan los cuarenta minutos que les dieron de las dos semanas que, según un médico español que combate al ébola en Sierra Leona, dedican allí a tales menesteres!
   Otra cosa es si los trajes eran los adecuados, o el control externo del proceso de vestirse o desvestirse resultaba suficiente. Y una cuestión inquietante más: dados los avatares por los que pasó la auxiliar de enfermería infectada, antes de ser ingresada en el Carlos III, ¿se había preparado al conjunto del personal sanitario para actuar contra el ébola ante el más mínimo síntoma que presentase quien hubiera entrado en contacto con él?  ¿Cómo se explica, entonces, que se la derivara a un ambulatorio o a un hospital no especializado? ¿o que la trasladase a este una ambulancia carente de medidas de aislamiento y que, para mayor inri, continuó recogiendo después a otros pacientes?

   Lo peor quizá no sea la evidencia de que el ébola ya está aquí, sino esta sensación de ineptitud que percibimos, y no, precisamente, en los trabajadores de la sanidad, que son los primeros paganos...

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