PATATAS
RELLENAS
Cuando
menos lo espero, me vienen a la mente imágenes de El
Fontán. Llegan y se van, dejando en mi ánimo sensaciones gratas y un deseo
casi incontenible de comer patatas rellenas.
El
Fontán tal vez sea la plaza más emblemática de Oviedo. Es como un corral de
comedias alargado, donde refiere la historia que actuó en su día La Barraca de García Lorca. Un espacio
limitado por casitas coloreadas, porticado por dentro y por fuera, que ofrece
refugio ante la lluvia y encanta a los sentidos.
En ese entorno se aposentan a diario y desde
hace siglos mercaderes, mayormente de fruta y hortalizas, que dan fe, en la
diversidad siempre cambiante de sus productos, del sucederse de las estaciones.
Yo me recuerdo picardeando entre los
puestos, acercándome a las tiendinas que se abren bajo los soportales, haciendo
un alto para beber un culín de sidra en algún chigre. Al filo del mediodía, mis
pasos me conducían inevitablemente a un restaurante pequeño, casi de forma
inconsciente, como si fuera una de esas reses que salen de o retornan al
establo a una hora convenida, sin que nadie las conduzca, solo porque saben lo
que quieren, sea descanso o pación en los prados.
En mi caso, buscaba averiguar si en el menú
ofertaban patatas rellenas. Si era así, me sobrevenía un callado contento, y a
continuación me tentaba el bolsillo, por ver si estaba al alcance de mi economía
saborearlas. Al entrar en aquel local, no solo quería satisfacer al paladar;
también rendía tributo a mi pasado. Yo ya las había comido antes, cuando niño,
como un gozoso complemento a las vacaciones estivales, que en los años de infancia
me llevaban a la casona de mis abuelos maternos, allá donde Asturias casi se vuelve Galicia.
Pero cómo se preparan, os preguntaréis, deseosos,
tal vez, de gustarlas, y no voy a dejaros con la miel en los labios.
Dice mi madre que lo primero es elegir bien
las patatas, que no han de ser ni grandes ni menudencias. Toca, después de
quitarles la piel, ahuecarlas, procurando que sea pequeño el agujero por el que
sacamos la pulpa. Esta, que sale en forma de diminutas semiesferas, se
reservará para luego.
Ya sabemos que pelar cebolla humedece los
ojos, pero no queda otra, pues la vamos a necesitar. Y si no queremos llorar
dos veces, mejor guardar una parte para luego, cuando la receta nos la reclame
de nuevo. En trocitos, ella y el ajo que la acompañará irán a una sartén con
fondo de aceite. Aguardaremos a que cambien su color natural por el dorado y les
añadiremos carne o jamón picados, o restos incluso de carne asada...
Ese
será el relleno de las patatas. Para sellarlas e impedir que se les salga, se
pasa la parte del agujero por harina y huevo batido, y se fríen por dicho lugar,
para que el rebozo adquiera consistencia y ejerza de tapón. De ahí, pasarán a
una cazuela, junto a los trozos que antes les habíamos extraído. A la sartén le
queda un servicio más que prestar: pochar la cebolla restante, ahora con un poco de
perejil. Es sofrito que se verterá en la olla, donde se agregarán también un
vasito de vino blanco y algo de caldo limpio, si lo hubiera, y si no, agua para
que cuezan lentamente, con una pizca de azafrán y de sal.
Si no las probáis, que no sea porque no las
sabéis cocinar...
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