POR
EE UU (14): EN EL METRO DE LOS ÁNGELES
Localizamos
una boca de metro. Peleamos un poco con la máquina expendedora de billetes. Un
guarda de seguridad viene y nos echa una mano amable, que resuelve el conflicto
a nuestro favor, pues el artilugio mecánico
suelta dócilmente los tickets que un instante antes se resistía a
entregarnos.
Habla castellano nuestro mediador, y
quisiera ir con nosotros hasta el andén que buscamos, pero tareas de mayor
importancia lo reclaman en otra parte, y va a dejarnos. “Yo los acompaño”,
oímos decir a nuestras espaldas cuando ya el guarda se aprestaba a indicarnos
el camino que hemos de seguir. Miramos adonde proviene esa voz que suena tan
amistosa y nos encontramos con la sonrisa de un joven español. Es abogado y
participa en un programa de intercambio con Estados Unidos.
Él y nosotros llamamos la
atención en el vagón. Algunos pasajeros nos miran con indisimulada sorpresa.
Enseguida me doy cuenta de por qué. Nuestra piel es demasiado blanca para no
chocar con el entorno humano que nos rodea. Lo componen en exclusiva gentes
latinas y afroamericanas. Al percatarme de ello, el extrañado soy yo. Sé que no
hay medios de transporte que discriminen por tipo de usuario, pero no puedo
evitar la sensación de habernos metido en territorio ajeno.
Me vuelvo hacia nuestro improvisado ángel de
la guarda. A la claridad de la epidermis suma traje, corbata y maletín de
letrado, que hacen de él un bicho aún más raro que nosotros en este contexto.
¿Dónde están los rostros sonrosados de los estadounidenses de antepasados
europeos?, le pregunto.
Andan ahí fuera, en el exterior, en sus
coches, sumidos en algún atasco, tal vez. En su concepción de la vida, utiliza
el transporte suburbano quien no tiene vehículo propio. Se ve obligado a
compartir espacio el que no posee el suyo en exclusiva. Es una filosofía
individualista, que atribuye a los servicios públicos un carácter meramente
subsidiario, del que no usan, precisamente, los triunfadores. Echando una
ojeada alrededor, pienso que lo que comienza por ser una cuestión social acaba
por devenir en étnica, en racial, hacedora de guetos.
Interfiere en mis cavilaciones un desconocido.
Parece mejicano por sus trazas y su acento, y todavía es joven, aunque no tanto
como para prescindir del adverbio que matiza su edad. Me señala un asiento que
acaba de dejar libre, para que lo ocupe. Ha sido lo suficientemente perspicaz
para darse cuenta de que hace tiempo que cumplí los años que aparento. Con una
sonrisa rechazo –qué palabra más fuerte, para describir un gesto tan afectuoso
como lo fue el mío- su ofrecimiento.
Cuando me dispongo a seguir con mis elucubraciones,
la megafonía anuncia que la próxima parada es la nuestra. Y la voz que oigo
habla en inglés y en español.
A nosotros nos pasó en Nueva York que estábamos en una parada de tren elevado, no recuerdo si en Brooklyn o en Queens y de pronto nos dimos cuenta de que nosotros dos éramos los únicos blancos de todo el andén. llegó el tren y éramos los únicos blancos de todo el vagón. Aunque, por otra parte en Nueva York, más en Manhattan, se ve en el metro gente de todo tipo: trajes, maletines... Posiblemente se hayan rendido con más facilidad a la comodidad de no tener que sufrir atascos y falta de sitio para aparcar. En Nueva York yo creo que la gente es más cosmopolita y se mezcla más.
ResponderEliminarUn beso.
A mí lo que más me llamó la atención fue la concepción del mundo que late tras esa actitud... Me parece la quintaesencia de la mentalidad liberal, capitalista...
ResponderEliminarUn abrazo de los fuertes
Viaje intenso, porque todo lo vivido lo revives con tus escritos. Gracias por compartirlo. Un beso
ResponderEliminarGracias por leerlo, Irene. Siempre es una satisfacción, compartir con los amigos. Un abrazo fuerte
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