POR
EE UU (18): EL ENCANTO DE VENICE
Será
que tengo alma de robaperas, o que me quedé anclado en el 68 y de cuando en
cuando asoman en mí sus resabios, pero a mí me gustó más Venice que Santa
Mónica.
Al lado mismo del mar, pisamos por un parque
abundante en espigadas palmeras que guardan distancias entre sí, como empeñadas
en remedar una dehesa. En busca de sus copas, la mirada escala troncos
esquemáticos. Lo que no tienen de anchos, lo han ganado en inverosímiles
alturas, que nunca serán definitivas, por más que parezca que, sí continúan
creciendo, llegará el día en que de puro esbeltos se quiebren. Por improbable
que resulte, desde tan arriba alcanza su sombra el suelo. A ese amparo, se
tienden o están sentadas gentes con pinta de practicar el nomadeo de una vida
desordenada, que burla convenciones como manera de existir.
Cerca, resuenan deslizamientos y ruidos de
trompadas que auguran daños. Provienen de unas pistas de skate, encima mismo de la playa. Son hoyos muy grandes, de paredes
oblongas, chapeados. A la vista de un público que va de paso y se detiene, unos
cuantos individuos, todos de sexo masculino, ponen a prueba sus habilidades. Los
hay casi niños, cuyos ojos reflejan el susto, pero también el orgullo de protagonizar
una gesta que no creían a su alcance, como si fueran aves que emprendieran su
primer vuelo. Predominan no obstante los jóvenes y no falta algún mayor que se
resiste a serlo. Verdaderos artistas de la filigrana sobre ruedas desafían
curvaturas imposibles con una sorprendente exhibición de acrobacias. A veces,
sin embargo, un ángel caído se levanta con presteza y disimula que le duele de
la mejor forma en ese trance, que es volver a intentarlo.
La atracción se multiplica en el paseo
marítimo. No dan abasto las pupilas para abarcar lo que les sale al paso. Las
reclaman la variedad de estilos y la alegría de colores de las fachadas, los
comercios, que son tiendas chiquitas y de abigarrados expositores, algún hippy
entrado en años que sueña a la vera del camino con vender un cuadro que ha
pintado u otra artesanía... Un corro que empieza siendo pequeño y se va
agrandando anuncia un espectáculo callejero, de mucho mimo y contorsión y se
deshace con mayor rapidez que se formó, dejando tras de sí el tintineo de unas
monedas en la gorra de los cómicos.
Huelo en algún momento a maría y veo una expendiduría de
marihuana, que no se esconde. Un cartelón dice en su puerta abierta que por 40
dólares puede obtenerse el certificado médico que autoriza al interfecto a
adquirirla y consumirla, supongo que por prescripción facultativa...
Cada paso es un descubrimiento. Y si damos
muchos, acabaremos por saber, sin que se precise de más explicación que la
brindada por la vista, por qué Venice es Venice. La tierra se abre en cuatro
canales, que salvan puentes arqueados. Faltan gondoleros y canciones en las
aguas. Pero no barcas amarradas a embarcaderos y chalets que pueblan las orillas.
Hemos conocido una Venecia estadounidense
antes que la italiana…
Interesante parece Venice. Yo, salvo San Francisco y Monterrey, y la carretera costera que las une, no conozco nada de California, pero todo lo que cuentas me recuerda algún paraje de esos pocos que he visitado.
ResponderEliminarTengo una deuda pendiente con California que espero saldar pronto.
Un beso.
Siempre es bueno dejar algo bueno sin ver. Como Venice, por ejemplo. Una excusa perfecta para volver, Rosa.
ResponderEliminarUn abrazo de los fuertes