DIVAGACIÓN EN UNA MAÑANA DE ABRIL
Abro la ventana al día y un
cerezo me trae la primavera en la blancura de sus flores. A ras de suelo,
margaritas diminutas compensan su pequeñez con un número fuera de todo cálculo.
Hay tantas que compiten con el verde de la hierba por hacerse ver. Me fijo
entonces en que los tilos no son ya solo tronco y ramas, pues hojas, todavía
tiernas, empiezan a darles color y a dibujar una promesa de futuras espesuras.
Quizás también les hayan nacido brotes nuevos a la encina, los olivos y los
acebos, que me parecen hoy más frondosos que ayer.
La camelia de bajo el balcón se deshoja en pétalos rojos, que quedan
esparcidos a su alrededor, como si entonaran un réquiem por el invierno ya ido.
Y en la lejanía, el sol se empeña en borrar de las montañas las últimas hebras de nieve que
aún quedan en las cumbres.
Casi me roza un cernícalo vulgar, que va sin compañía, y, para placer de
mis ojos, un instante se entretiene en jugar con el aire y esquivar algún
árbol, antes de perderse en el azul, alocado y fugaz.
Mientras me acaricia la brisa fresca y suave de esta mañana de abril,
agradezco estar aquí para contarlo. Se me ocurre que ejerzo de notario de una
realidad que adquiere sentido porque yo –u otro cualquiera- se lo doy, pues no
sería nada si alguien no la sintiese.
De pronto, en algún punto, un mirlo se pone a
cantar, seguramente una trova de amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario