sábado, 27 de abril de 2013


MAESTROS AMBULANTES

Este testimonio podría ser puro realismo mágico. Sin embargo, no lo encontraréis en ninguna novela de García Márquez. Yo mismo lo escuché de uno de sus protagonistas, mediada la década de 1980. Era uno de esos maestros itinerantes que el campo andaluz sacó de su entraña para hacer frente a  carencias ancestrales en la cultura escrita y que pervivieron hasta la implantación generalizada de la escuela pública.
   Raro sería que hubieran cursado la carrera de magisterio. Bastaba, para su conversión en docentes, con el reconocimiento popular de que sabían más. El que habló con nosotros fue uno de los últimos que había ejercido como tal. Nos recibió en su vivienda, una casita humilde en una pedanía de un pueblecillo antequerano, y enseguida se reveló como un extraordinario conversador y nos regaló toda una lección de intrahistoria.
   “De pequeño, con siete años, ya estaba trabajando guardando cerdos en un cortijo, entonces eso era lo que había, ir al cortijo pa comer algo, y la comida era eso, pan y aceite [...]; luego, ya que me hice un poquillo mayor, pues quise aprender algo de letras, y entonces no había maestros, solo había uno que era de Madrid, pero no lo podíamos poner nosotros los pobres, porque comía jamón y vino […] y entonces se presentó otro […], pero el hombre sabía mu poquillo, y mi padre me puso con él y vino dos o tres veces, y dijo: `Yo al niño ya no le puedo enseñar más na´, porque yo ya conocía algo que había aprendido en una cartilla, de noche, en un pajar, con un candil de aceite encendío, y preguntándoles a algunos que conocían las letras y los números, no es que sabían, es que conocían un poco. […] Y yo seguí, porque decía, como ya era mayorcillo: `¿Cómo es posible que no pueda darle nunca un cambio a mi vida? ¿Tengo que estar siempre metido en un cortijo?´. [...] Ya trabajando en otras cosas del cortijo, con yuntas, arando la tierra, [...] me apunté a un centro de cultura por correspondencia y ahí aprendí lo poquito que yo sé”. Y se extiende, recordando las privaciones a que se sometía para juntar a fin de mes las 15 pesetas necesarias. Después, su transformación en maestro será cosa fácil: “[...] ya empezaron muchos de los vecinos `pero si usted lo que podía era darles la lección a los niños, si usted sabe de letras bien...´. Pues yo no me encontraba capacitao pa eso, claro, pero como no había quien supiera, pues entonces yo era un lindo maestro […]. Iba de casa en casa, por el campo, como no había escuelas, pues [...] en una casa juntaba tres, en otra cinco, en otra dos [...], tenía a los mismos niños cada dos días, porque no podía hacer todo el recorrido en el día [...]. Y había sitios que me quedaba de noche, porque muchos me decían: `Mire que [...] no pueden dar clases de día, porque a uno lo tengo con las cabras, otro lo tengo arando, con los mulos, otro lo tengo con las ovejas [...], tiene usted que hacer el favor de quedarse aquí las noches que le toquen, y aquí se le da cena, se le da cama...´ “. Así, sin descanso “ni los domingos ni días de fiesta”. Leer, escribir “y cuatro reglas de aritmética”. Además, para los más aplicados, cultura general. Y para todos, religión, que “no se podía dejar sin dar entonces”. El pueblo andaluz premió con el respeto y consideración que les dio a esta saga de personajes a quienes tanto debió durante siglos: “Ese tiempo que yo he estao he ganao poco dinero, [...] pero he comío bien, y en las camas que me he quedao de noche, pues he tenío buena cama [...] y muchos me lo agradecen mucho, `lo poquito que yo sé, usté me lo enseño´, dicen, está valorao eso mucho, sí, y lo han hecho bien conmigo, yo pa qué voy a decir, conmigo lo han hecho mu bien”.
Post Scriptum: He retomado esta entrevista del libro “Escribir cosas bellas recuperando la palabra. Experiencia de alfabetización en el campo de Andalucía”, de autoría compartida. 

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