MAESTROS AMBULANTES
Este testimonio podría ser puro
realismo mágico. Sin embargo, no lo encontraréis en ninguna novela de García
Márquez. Yo mismo lo escuché de uno de sus protagonistas, mediada la década de
1980. Era uno de esos maestros itinerantes que el campo andaluz sacó de su
entraña para hacer frente a carencias
ancestrales en la cultura escrita y que pervivieron hasta la implantación
generalizada de la escuela pública.
Raro sería que hubieran cursado la carrera de magisterio. Bastaba, para
su conversión en docentes, con el reconocimiento popular de que sabían más. El
que habló con nosotros fue uno de los últimos que había ejercido como tal. Nos
recibió en su vivienda, una casita humilde en una pedanía de un pueblecillo
antequerano, y enseguida se reveló como un extraordinario conversador y nos
regaló toda una lección de intrahistoria.
“De pequeño, con siete años, ya estaba trabajando guardando cerdos en un
cortijo, entonces eso era lo que había, ir al cortijo pa comer algo, y la
comida era eso, pan y aceite [...]; luego, ya que me hice un poquillo mayor,
pues quise aprender algo de letras, y entonces no había maestros, solo había
uno que era de Madrid, pero no lo podíamos poner nosotros los pobres, porque
comía jamón y vino […] y entonces se presentó otro […], pero el hombre sabía mu
poquillo, y mi padre me puso con él y vino dos o tres veces, y dijo: `Yo al
niño ya no le puedo enseñar más na´, porque yo ya conocía algo que había
aprendido en una cartilla, de noche, en un pajar, con un candil de aceite
encendío, y preguntándoles a algunos que conocían las letras y los números, no
es que sabían, es que conocían un poco. […] Y yo seguí, porque decía, como ya
era mayorcillo: `¿Cómo es posible que no pueda darle nunca un cambio a mi vida?
¿Tengo que estar siempre metido en un cortijo?´. [...] Ya trabajando en otras
cosas del cortijo, con yuntas, arando la tierra, [...] me apunté a un centro de
cultura por correspondencia y ahí aprendí lo poquito que yo sé”. Y se extiende,
recordando las privaciones a que se sometía para juntar a fin de mes las 15
pesetas necesarias. Después, su transformación en maestro será cosa fácil:
“[...] ya empezaron muchos de los vecinos `pero si usted lo que podía era
darles la lección a los niños, si usted sabe de letras bien...´. Pues yo no me
encontraba capacitao pa eso, claro, pero como no había quien supiera, pues
entonces yo era un lindo maestro […]. Iba de casa en casa, por el campo, como
no había escuelas, pues [...] en una casa juntaba tres, en otra cinco, en otra
dos [...], tenía a los mismos niños cada dos días, porque no podía hacer todo
el recorrido en el día [...]. Y había sitios que me quedaba de noche, porque
muchos me decían: `Mire que [...] no pueden dar clases de día, porque a uno lo
tengo con las cabras, otro lo tengo arando, con los mulos, otro lo tengo con
las ovejas [...], tiene usted que hacer el favor de quedarse aquí las noches
que le toquen, y aquí se le da cena, se le da cama...´ “. Así, sin descanso “ni
los domingos ni días de fiesta”. Leer, escribir “y cuatro reglas de aritmética”.
Además, para los más aplicados, cultura general. Y para todos, religión, que
“no se podía dejar sin dar entonces”. El pueblo andaluz premió con el respeto y
consideración que les dio a esta saga de personajes a quienes tanto debió
durante siglos: “Ese tiempo que yo he estao he ganao poco dinero, [...] pero he
comío bien, y en las camas que me he quedao de noche, pues he tenío buena cama
[...] y muchos me lo agradecen mucho, `lo poquito que yo sé, usté me lo
enseño´, dicen, está valorao eso mucho, sí, y lo han hecho bien conmigo, yo pa
qué voy a decir, conmigo lo han hecho mu bien”.
Post Scriptum: He retomado esta entrevista del libro “Escribir cosas
bellas recuperando la palabra. Experiencia de alfabetización en el campo de Andalucía”,
de autoría compartida.
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