miércoles, 1 de mayo de 2013


EMPAREDADOS (DE PAN)

Yo asocio esta comida a viajes en autobús, no de ahora, de hace mucho, tanto que en el interior de aquellos vehículos había categorías de asiento, primera y segunda, separadas por una mampara de cristal. Y por fuera, sobre el techo, desafiando ramas de algún árbol o inclemencias de la meteorología, todavía se asentaban los pasajeros en tercera clase.
   Yo era niño, y eran verano y vacaciones. El trayecto, muy largo, nos conducía desde A Coruña (que entonces siempre se decía La Coruña, castellanizando el artículo) a Villapedre, entre las villas asturianas de Navia y Luarca. Íbamos a la casa de Don Andrés, el hogar de los abuelos maternos, a pasar el estío.
   Hoy se tardan unas dos horas, que entonces se volvían ocho. Aún no se me han olvidado el olor acre del combustible, el ruido del motor, que no cesaba ni en las paradas, algún coscorrón en la nariz, que pegaba a la ventanilla por ver desfilar ante mis ojos de niño urbano los postes de telégrafos y las vacas, los praos y las arboledas, y en Mondoñedo a los aprendices de curas paseando su manteo en grupos numerosos.
   Pero lo que recuerdo con mayor nitidez son los emparedados. Aparecían siempre en Ribadeo. Allí habíamos de dejar el autobús de la empresa cuyo nombre era réplica exacta de ese topónimo y tomar el ALSA, su relevo. Entonces aprovechábamos para comer, sentados en un banco de jardín, si hacía bueno, los cuatro hermanos que entonces éramos y mi madre (mi padre no disfrutaba de vacaciones). Ella sacaba de una cesta una fuente, levantaba la servilleta que la recubría y allí estaban, dorados de huevo y de sol, y fríos, qué delicia.
   Los había hecho cortando rebanadas de pan, algo endurecido porque no era del día, sino un poco atrasado. Yo asistía a sus manejos en la cocina con la misma seriedad que si estuviera participando en una liturgia. Por eso sé que reblandecía aquellas rodajas con una breve inmersión en un cuenco lleno de leche y que las disponía por pares en una meseta. Después, la veía extender sobre una de las dos tajadas bechamel salteada con trocitos de jamón y taparla enseguida con la otra, como si fuera un original sándwich de otra época. Aún le quedaba, mientras nosotros rebañábamos lo que restaba de la bechamel en la cazuela, rebozar el emparedado en huevo batido y freírlo en aceite...
   No me agradezcáis que os traiga hoy esa forma de proceder. Ya disfruto yo bastante al rememorarla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario