EMPAREDADOS (DE PAN)
Yo asocio esta comida a viajes en
autobús, no de ahora, de hace mucho, tanto que en el interior de aquellos
vehículos había categorías de asiento, primera y segunda, separadas por una
mampara de cristal. Y por fuera, sobre el techo, desafiando ramas de algún
árbol o inclemencias de la meteorología, todavía se asentaban los pasajeros en
tercera clase.
Yo era niño, y eran verano y vacaciones. El trayecto, muy largo, nos
conducía desde A Coruña (que entonces siempre se decía La Coruña , castellanizando el
artículo) a Villapedre, entre las villas asturianas de Navia y Luarca. Íbamos a
la casa de Don Andrés, el hogar de
los abuelos maternos, a pasar el estío.
Hoy se tardan unas dos horas, que entonces se volvían ocho. Aún no se me
han olvidado el olor acre del combustible, el ruido del motor, que no cesaba ni
en las paradas, algún coscorrón en la nariz, que pegaba a la ventanilla por ver
desfilar ante mis ojos de niño urbano los postes de telégrafos y las vacas, los
praos y las arboledas, y en Mondoñedo
a los aprendices de curas paseando su manteo en grupos numerosos.
Pero lo que recuerdo con mayor nitidez son los emparedados. Aparecían
siempre en Ribadeo. Allí habíamos de dejar el autobús de la empresa cuyo nombre
era réplica exacta de ese topónimo y tomar el ALSA, su relevo. Entonces
aprovechábamos para comer, sentados en un banco de jardín, si hacía bueno, los
cuatro hermanos que entonces éramos y mi madre (mi padre no disfrutaba de
vacaciones). Ella sacaba de una cesta una fuente, levantaba la servilleta que
la recubría y allí estaban, dorados de huevo y de sol, y fríos, qué delicia.
Los había hecho cortando rebanadas de pan, algo endurecido porque no era
del día, sino un poco atrasado. Yo asistía a sus manejos en la cocina con la
misma seriedad que si estuviera participando en una liturgia. Por eso sé que
reblandecía aquellas rodajas con una breve inmersión en un cuenco lleno de
leche y que las disponía por pares en una meseta. Después, la veía extender
sobre una de las dos tajadas bechamel salteada con trocitos de jamón y taparla
enseguida con la otra, como si fuera un original sándwich de otra época. Aún le
quedaba, mientras nosotros rebañábamos lo que restaba de la bechamel en la
cazuela, rebozar el emparedado en huevo batido y freírlo en aceite...
No me agradezcáis que os traiga
hoy esa forma de proceder. Ya disfruto yo bastante al rememorarla.
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