lunes, 20 de mayo de 2013


RECTIFICACIÓN, A MI PESAR

Hace unos días, escribí un artículo que titulé “El coste de la ropa”, una reflexión amarga tras la tragedia ocurrida en Dacca, Bangladesh, donde el derrumbe de un edificio en el que se hacinaban los trabajadores, mayoritariamente mujeres, de varias industrias de confección, mató o hirió de suma gravedad a centenares de ellos.
   Incurrí en un error de previsión, que ahora lamento. Y no lo siento tanto por haberme equivocado cuanto porque la realidad, al desmentirme, nos sitúa ante un panorama aún más atroz que el que se preveía, ya de por sí pavoroso.
   Decía yo, siguiendo informaciones de prensa, que el recuento de cadáveres extraídos de los escombros iba por los 400, si bien se esperaba que al final de las labores de rescate se duplicaría ese número. Los heridos se contaban por cientos.
   Pues son 1.127 los fallecidos y dos mil quinientos los lesionados, muchos tan destrozados que, si no se suman a los muertos, quedarán tullidos de por vida.
   A vestir enteramente de rojo, que es color de sangre, nos han estado condenando multinacionales del textil y empresarios autóctonos de que se sirven, negreros sería mejor decir. Cuanto más económica les resulta la ropa, más se agranda su coste humano. Porque para que unos compren barato, otros producen baratísimo, y ya se ve a costa de qué, o, lo que es peor, de quiénes.
   Un certificado de calidad, deberíamos exigir cuando adquirimos una camisa, unos pantalones, un jersey: la certeza de que sus hacedores trabajan en locales seguros y en condiciones dignas, que no cobran la miseria de 30 euros al mes, que su jornada laboral no sobrepasa las ocho horas, que se les reconoce el derecho a sindicarse y levantar su voz.
   No queremos oír más los gritos de auxilio de los quemados o los enterrados, ni el silencio de los muertos. Que no nos hagan, a la fuerza, cómplices de tamaños desmanes. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario