RECTIFICACIÓN, A MI PESAR
Hace unos días, escribí un
artículo que titulé “El coste de la ropa”, una reflexión amarga tras la
tragedia ocurrida en Dacca, Bangladesh, donde el derrumbe de un edificio en el
que se hacinaban los trabajadores, mayoritariamente mujeres, de varias
industrias de confección, mató o hirió de suma gravedad a centenares de ellos.
Incurrí en un error de previsión, que ahora lamento. Y no lo siento
tanto por haberme equivocado cuanto porque la realidad, al desmentirme, nos
sitúa ante un panorama aún más atroz que el que se preveía, ya de por sí
pavoroso.
Decía yo, siguiendo informaciones de prensa, que el recuento de
cadáveres extraídos de los escombros iba por los 400, si bien se esperaba que
al final de las labores de rescate se duplicaría ese número. Los heridos se
contaban por cientos.
Pues son 1.127 los fallecidos y dos mil quinientos los lesionados, muchos
tan destrozados que, si no se suman a los muertos, quedarán tullidos de por
vida.
A vestir enteramente de rojo, que es color de sangre, nos han estado
condenando multinacionales del textil y empresarios autóctonos de que se
sirven, negreros sería mejor decir. Cuanto más económica les resulta la ropa,
más se agranda su coste humano. Porque para que unos compren barato, otros
producen baratísimo, y ya se ve a costa de qué, o, lo que es peor, de quiénes.
Un certificado de calidad, deberíamos exigir cuando adquirimos una
camisa, unos pantalones, un jersey: la certeza de que sus hacedores trabajan en
locales seguros y en condiciones dignas, que no cobran la miseria de 30 euros
al mes, que su jornada laboral no sobrepasa las ocho horas, que se les reconoce
el derecho a sindicarse y levantar su voz.
No queremos oír más los gritos
de auxilio de los quemados o los enterrados, ni el silencio de los muertos. Que
no nos hagan, a la fuerza, cómplices de tamaños desmanes.
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