“LA SONRISA ETRUSCA ”, de José Luis
Sampedro
Acaba de fallecer José Luis
Sanpedro. Era una de mis personas preferidas. Digo personas, aunque tal vez alguien esperara que dijera autores. Y es que, como se verá
enseguida, lo admiraba como escritor, pero no más que por ser un hombre
machadianamente bueno. Su compromiso con la sociedad corría parejo con su
dedicación a la literatura. Los 96 años que le dieron no le impedían asistir a
asambleas del 15 M ,
y cantar las cuarenta a ese poder que se apresurará ahora a llorar por él copioso
llanto de cocodrilo.
Cuentan los periódicos que tuvo una muerte dulce. Que le pidió a su
mujer que le preparase un granizado de Campari y, después de beberlo, le dijo,
mirándola:
–Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas
gracias a todos.
Entonces se durmió y ya no despertó. .A veces, la muerte es bondadosa
con los mejores.
En este momento, quiero recordar que siempre recomendaba “La sonrisa
etrusca”, una novela suya, a mis alumnos
de 2º de bachillerato. Reconozco que, al principio, me sorprendía la alta
puntuación que le otorgaban, porque la protagonizaba un anciano y ellos eran
muy jóvenes. Y sin embargo, curso tras curso, esa valoración positiva se
mantuvo.
Creo que estimaban cómo vivía la otredad Salvatore Roncone, Bruno, antiguo partisano del atrasado sur
de Italia, trasplantado a la ciudad de
Milán, a cuyos habitantes pone, desde su concepción campesina, constantemente
en solfa. Ese viejo gruñón les llenaba a los lectores la boca de sonrisas, en sus vivencias con los demás.
También
debían de apreciar cómo se enfrentaba a la grave enfermedad que lo aquejaba, la Rusca ,
con la misma alegría de vivir que había observado en la estatua funeraria de
una pareja esculpida en un sarcófago etrusco.
Y, sobre todo, les atraparían sus descubrimientos, como la ternura que
experimenta por su nietecito, o la sensibilidad que advierte en una mujer y que
lo conduce, a su edad, al amor: todo aquello que lo transforma sin que, paradójicamente,
deje de ser él mismo.
Después de todo, no tendría que extrañarme de que, por esos y otros
motivos, los estudiantes tuvieran en tanta consideración ese libro. Pese a la
diferencia generacional que nos separaba, su opinión no se distinguía nada de
la mía.
Gracias, José Luis Sanpedro,
por esta ayuda en la tarea de acercar a los jóvenes a la lectura. Y me alegro de
que también tú te hayas despedido del mundo con una sonrisa etrusca.
En cuanto termine lo que estoy leyendo (Moby-Dick) me pongo con él, tengo curiosidad por saber cómo escribía Sampedro.
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