MEMORIA DE UN SUSTO
Estábamos vestidos de militares,
aunque éramos civiles, estudiantes que íbamos a actuar. La obra, “Escuadra
hacia la muerte”, de Alfonso Sastre, conllevaba un riesgo: vivíamos bajo la
dictadura del general Franco y la protagonizaba un pelotón de castigo. Del
ambiente opresivo que se recreaba solo podía concluirse un grito de libertad,
aunque se manifestara subliminalmente.
Recién acabado el ensayo general previo a la representación, habíamos
salido a refrescarnos del agobio de los focos a la puerta del local.
- Mira que si apareciese la policía militar...
Lo había dicho alguno de nosotros. Los demás miramos con cierta
aprensión hacia donde la calle se doblaba en una esquina. Y pareció cosa de
magia, porque al momento irrumpieron en ese punto dos sujetos (sujetazos, pues
eran grandísimos) inequívocamente ataviados como policías militares de patrulla.
Enmudecimos todos, y quiero creer que a los otros sucedió como a mí, que
detuve hasta el pensamiento, por no dejar traslucir expresión ninguna que me
diferenciara de una estatua. Sobre todo porque de inmediato vinieron hacia
nosotros. Enseguida rompieron el silencio dos taconazos parejos al saludo
marcial con que se dirigieron a quien lucía en su uniforme enseñas de
suboficial.
- ¡A sus órdenes, mi sargento!, dijeron sus voces, tan superpuestas que
fueron una sola.
- Bajen, bajen la mano- respondió el interpelado, aparentando
condescendencia.
Podían haber seguido su camino, pero no lo hicieron. Abrieron un bloc
que llevaban, enarbolaron un bolígrafo y reclamaron nuestros datos, los de
quienes vestíamos de soldados rasos. Solo entonces reparamos en lo que sin duda
ellos ya habían advertido nada más vernos: estábamos destocados, nos faltaba la
gorra de reglamento, preceptiva para el decoro militar. Y se proponían
denunciarnos.
Hubo un instante de perplejidad y de susto general. Hasta que alguien
confesó la verdad: únicamente éramos actores. Entonces, la estupefacción cambió
de bando, solo que si en nosotros se había mezclado con el miedo, en ellos se
amalgamaba con una perceptible sensación de ridículo.
Cuando lograron farfullar unas
palabras, solo acertaron a señalar que no podíamos estar en la calle uniformados.
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